Algunos podrían pensar que después de convivir 18 años con un hombre violento, lo más probable es que una mujer opte por el suicidio, tal como señalan las autoridades en el caso de Rosa Francisco Bernabé, de 37 años, quien falleció la semana pasada tras ser arrojada desde el segundo piso del edificio donde residía, en la colonia Santa Lucía de la ciudad de Puebla.
Experimentar violencia machista por parte de una pareja o expareja tiene un impacto devastador en la salud mental de las mujeres y constituye un factor de conductas suicidas: atrapadas en la telaraña del maltratador, muchas víctimas llegan a contemplar la muerte como única vía de escape del sufrimiento.
Sin embargo, en el caso de Rosa Francisco, había antecedentes que indicaban que podría ser asesinada por su pareja. Ella misma había compartido sus temores con su hermana, quien protestó bajo la lluvia por la liberación de Isidro “N”, pareja de Rosa desde que ésta tenía 15 años y con quien tuvo tres hijos.
Desafortunadamente, las mujeres que sufren violencia a menudo pierden credibilidad cuando a pesar de los golpes y las huidas temporales del hogar, continúan viviendo con el agresor, mientras los demás no comprenden que estas mujeres viven bajo amenazas constantes y aterrorizadas por lo que su violentador pueda hacerles a sus hijos.
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Recuerdo el caso de la tía de una excompañera mía. Llamaré Rocío a aquella mujer. Nosotras estábamos haciendo la tarea en casa de mi amiga, cuando su tía llegó con el rostro molido a golpes y con sus dos hijos.
Fue tal el impacto que me causó que aún hoy puedo cerrar los ojos y verla; recuerdo su relato, porque mi compañera y yo dejamos de hacer la tarea y nos paramos afuera de la cocina para escuchar lo que Rocío contó a su hermana.
La noche anterior, su esposo había llegado ebrio a su casa y, como no le gustó la cena que ella había preparado, la empezó a golpear. El rostro de Rocío estaba desfigurado, porque él la agredió brutalmente, incluso utilizando la base de una licuadora. Ella quedó tendida en el piso y no pudo levantarse hasta el amanecer del día siguiente, para limpiarse la sangre y atender a sus hijos, quienes habían presenciado la golpiza. Horas después, cuando su marido se despertó y se fue de casa, ella tomó a sus hijos y fue a casa de su hermana.
El ojo izquierdo no se le veía por la hinchazón y su rostro estaba amoratado; caminaba arrastrando los pies e incluso hablaba con lentitud. Mientras tanto, sus dos hijos permanecieron en silencio, con los ojos perdidos en el techo.
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Rocío estuvo una semana en casa de su hermana, después regresó con su agresor argumentando que sus hijos necesitaban un padre. Cuatro meses más tarde, fue asesinada por su esposo, según me contó mi compañera, a quien nunca volví a ver después de la primaria.
Hace 35 años, el término “feminicidio” no existía. Las mujeres morían “de la nada” o de diversas maneras: se descalabraban, ahogaban o lesionaban, pero siempre, en apariencia, de forma accidental, así como se justificó la muerte de Rocío. O por suicidio, como se argumentó en el caso de Rosa Francisco, quien supuestamente se arrojó desde un segundo piso.
O por atropellamiento como en el falleció, este fin de semana, María Elianet Sandoval Castillo, esposa del alcalde de Acteopan, Álvaro Tapia, quien se dio a la fuga tras arrastrar a la mujer con una camioneta, causándole fracturas en piernas, brazos, costillas y cabeza.
Cuando María Elianet era trasladada al hospital -en una ambulancia en la que murió- su cuerpo y su rostro mostraban moretones, producto de la golpiza que le dio el edil porque ella le reclamó su infidelidad. La mujer se había bajado de la camioneta para que su esposo le dejara de pegar pero él la arrolló “accidentalmente”.
Rosa Francisco, Rocío y María Elianet no se suicidaron, ni se accidentaron, fueron asesinadas por sus parejas. Unamos nuestras voces y gritemos: ¡No fue suicidio, fue feminicidio! ¡Que los feminicidas sean encarcelados y sentenciados!
¡Insurrectas en pie de lucha! Si tocan a una respondemos todas.
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