Llevamos muchos años sabiendo, escuchando, leyendo, viendo y viviendo violencia machista y hay que estar muy ciega para no ver que todas podemos ser una siguiente víctima.

Lo diré todo seguido porque así es como sucede, y quien ha pasado por ello no me dejará mentir. Que porqué siempre he de hablar sobre mujeres. Que porqué deseo causar al menos un mínimo despertar en otras. Que porqué pienso en mí y pienso en todas.

No tengo ni la vacuna, ni el antídoto, ni el tratamiento. No soy tan distinta de las otras, de tantas.

No eres la primera ni la última, pero puedes ser la siguiente de la lista.

Llevamos muchos años sabiendo, escuchando, leyendo, viendo y viviendo violencia machista y hay que estar muy ciega para no ver que todas podemos ser una siguiente víctima.

Ninguna estamos a salvo. Chicas, grandes, adultas y adolescentes, niñas y ancianas. Ricas, pobres, doctoras y analfabetas. Altas, bajitas, no importa el lugar, la zona, el horario. De noche o a plena luz del día. Estamos expuestas. El único perfil que no cambia es el del que violenta.

El concepto “violencia machista” da nombre a un problema que increíblemente al paso del tiempo, a las cifras, a los casos documentados, se sigue considerando un asunto de familia, un tema que no trasciende las puertas de lo personal.

La violencia no es innata. Es una estrategia de relación aprendida. La violencia de género esta dirigida a las mujeres por el simple hecho de serlo. Es decir, por considerar a las mujeres inferiores y suponernos en una posición de subordinación con respecto al sexo masculino.

¿No me creen?

Violencia machista hay por todas partes. Es real, is in the air.

Me han llamado exagerada, por decir lo menos. Insisto, es un problema social de proporciones gigantescas. En el mundo 7 de cada 10 mujeres sufren violencia física o sexual en algún momento de su vida y se ha considerado incluso “normal” la violencia de género en una relación.

Éste, podría ser un buen momento para hacer un recuento de las veces que como el aire, se nos ha colado un evento violento y aunque tuvimos rabia, impotencia y miedo, muchas de nosotras tuvimos que seguir la vida, hemos tenido que seguir sonriendo.

¿O es que sólo a mí me pasa?. Esa pregunta se ha vuelto una compañía continúa.

Y es que fue así. Recuerdo a los 17 años en cualquier transporte público no importando el horario, un tipo se entretenía mostrando sus genitales frente a mí.

En cualquier esquina el acoso. Cualquier lugar puede servir de escenario para sus más diversas representaciones: una parada de bus, una acera, una calle, una tienda, una institución estatal, una escuela, un restaurante, y hasta el edificio y el vecindario donde resido.

Y lo más llamativo, lo que incomoda, la tolerancia. ¿Pero qué está pasando?

Otro recuerdo, a eso de los 21 años y tras abordar un taxi, rumbo a la universidad, plena tarde, el fulano desvía la unidad hacia cualquier otro sitio lejano para secuestrarme.

Vi de cerca el último día de mi vida, logré safar el seguro de la puerta y me arrojé sin pensarlo al arroyo vehicular aún con la unidad en movimiento. Hoy le doy nombre: sobreviví a un secuestro.

Otro recuerdo que también hoy nombro.

Dos fracturas de nariz que cuentan sobre relaciones abusivas, que si del hermano, que si del que dijo «amarte”.

Los muros de aquella casa que se decía «el dulce hogar» cuentan sobre esos puños, se ven las marcas y las puertas gritan de aquellas explosiones de violencia que las mamás de antes llamaban «asi son cuabdi se enojan».

Más cosas llegan al pensamiento.

Ésta misma semana, en plena calle, colonia Xilotzingo, 11 de la mañana, a la orilla de una acera transitada. De auto a auto, un varón que grita desde su auto:

– ¡… Pendeja, porque no te vas a estorbar a tu fraccionamiento!

– Señor, no estorbo ninguna entrada y disculpe pero la calle es pública, contesto.

Me distraje un par de minutos. No vi venir el golpe. Su puño atravesó mi espacio personal y sólo por reflejo es que logré esquivar un poco el impacto de su fuerza junto a mi ojo izquierdo.

Hoy mi mejilla amoratada evidencia el rastro de su furia. Sí, ellos golpean, porque así les apetece.

Que nunca han escuchado algo así: “No me peleo con nadie, en mi trabajo me quieren, nunca discuto, pero mi mujer me provoca hasta el cansancio y logra de vez en cuando hacerme enojar”.

O ésta otra, y en la fiscalía: “¿pero usted lo provocó?” “¿cómo saber si lo que dice es real, tiene testigos?”

Me pregunté si el moretón de mi mejilla sirve acaso como evidencia.

Otra vez, violencia de puertas adentro, violencia de puertas a fuera. No me quedó de otra, el camino de la denuncia es además de engorroso, asqueroso; frustrante.

Será que sigue imperando la cultura primitiva que nos lleva sistemáticamente a anteponer «lo mío, mi forma de ser y de pensar, mis gustos y preferencias», sin tomar en consideración las consecuencias que para los otros pueden tener nuestras acciones.

¿Qué hacer para protegernos ante tales agresiones? ¿No hay percepción de riesgo por parte de la autoridad? ¿Se pueden violar tan fácilmente normas de urbanidad que repercuten en el buen clima social de una comunidad?

Ese es un problema para pensar… y resolver.

Y así, la violencia nuestra de cada día.

***

Laura Martínez Zepeda es comunicóloga, periodista y feminista. Madre de dos. Maquillistas. La encuentras en: https://www.facebook.com/lauramartinezzepeda

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