Desde entonces duermo estupendamente, me despierto fresca, con energía y de buen humor. Ha influido positivamente en nuestra felicidad.

Existe la noción de que acurrucarse cuerpo con cuerpo en el mismo lecho es norma de obligado cumplimiento en cualquier relación que se precie, y que saltársela indica frialdad conyugal, cuando no una pobre vida sexual. Dormir juntos, por el contrario, se asocia con compromiso y romanticismo. Por eso resulta improbable que alguien que practica el distanciamiento nocturno lo confiese a sus amigos o compañeros de oficina; dormir en camas separadas es uno de los grandes tabúes que rodean el ámbito de la pareja. Pero la realidad desmonta los tópicos.

El testimonio de Marina (47) es un ejemplo de cómo es, en realidad, dormir en camas separadas: «Durante los primeros años de casada dormía fatal por las noches. Por el día me sentía agotada e irritada. Un invierno cogí una gripe bastante severa y, para no contagiar a mi marido, decidí descansar en el sofá. Al cabo de una semana, me di cuenta de que dormía mejor a pesar de no hacerlo en una cama. Llegué a la conclusión de que lo que perturbaba mi sueño era compartir cama con mi pareja, y que el descanso se veía alterado por sus movimientos y ronquidos. Le planteé la cuestión, algo cohibida porque no quería que se sintiera rechazado, y tras discutirlo vimos que nos compensaba intentarlo. Desde entonces duermo estupendamente, me despierto fresca, con energía y de buen humor. Ha influido positivamente en nuestra felicidad».

La elección de Marina es más común de lo que parece. Según una encuesta que la Fundación Nacional del Sueño de Estados Unidos hizo en 2005, el 23% de las parejas del país se decanta por esta modalidad de pernocta. Un estudio de 2013 de la Universidad Ryerson, en Toronto (Canadá), sitúa la cifra de parejas que duermen por separado entre el 30 y el 40%. En Reino Unido, un 15% de la población la considera la opción idónea, según YouGov; dos tercios de ellos creen que lo mejor es disponer incluso de habitaciones separadas. Y muchos de los que duermen en pareja desearían estar en sus pijamas: un 62% preferiría dormir solo, según una encuesta del fabricante de camas Leesa.

Lo curioso es que generaciones pasadas ejercían ese «divorcio de cama» con total normalidad. En su libro How to Sleep Well, el especialista en sueño Neil Stanley, de la Universidad de Surrey, en Reino Unido, recuerda que compartir lecho es una costumbre relativamente reciente, consecuencia del hacinamiento en las ciudades durante la revolución industrial. En la era victoriana no era raro que los matrimonios se separasen para dormir, e incluso hubo un tiempo en que las parejas dormían en camas separadas por consejo facultativo. Hilary Hinds, de la universidad británica de Lancaster, afirma en A Cultural History of Twin Beds que en el siglo XIX los desaconsejaba la cama de matrimonio, que en los locos años veinte las camas separadas eran signo de modernidad, y que no fue hasta la década de 1950 cuando empezó acuñarse su mala fama.

«¡Ojalá hubiéramos tomado la decisión mucho antes!»

«Pienso que el querer a una persona no es incompatible con sentirse agobiado por dormir con ella por las noches. A mí, la cercanía de otro cuerpo entre las sábanas me da muchísimo calor, por no decir que me genera claustrofobia. Llevamos ya cinco o seis años durmiendo en camas separadas, y creo que es la mejor decisión que hemos tomado como pareja. Diría más: la reducción del contacto físico por la noche ha provocado que aumenten nuestras ganas de tocarnos durante el día, de hacernos cariñitos, de abrazarnos… Ambos nos sentimos más descansados y contentos. ¡Ojalá hubiéramos tomado la decisión mucho antes!». Con experiencias como esta de Adrián (51), está claro por qué hasta algunos médicos recomiendan dormir por separado.

«Desde el punto de vista afectivo, compartir cama es muy gratificante», concede Eduard Estivill, director de la Clínica del Sueño Estivill (Barcelona). «Pero desde una visión puramente científica —añade— debemos considerar qué repercusiones puede tener el estar durmiendo al lado de una persona, quizá agarrados o cogidos durante mucho tiempo por la noche. Lo que sabemos hoy en día es que cuando dormimos es como si bajásemos los peldaños de una escalera. Primero entramos en el sueño superficial, después viene el sueño profundo y posteriormente el sueño REM. Cualquier ruido externo, cualquier estímulo, cualquier cosa que haga la pareja que tenemos al lado, por ejemplo, un ronquido, una sacudida de las piernas, o si un día por lo que sea que está más nervioso y da más vueltas en la cama; cualquier situación de la persona que tenemos al lado nos puede afectar».

«Aunque así sea, al día siguiente tendremos la sensación de no haber descansado suficientemente; no podremos llegar a un sueño profundo por culpa de estos estímulos de la persona que tenemos al lado». Estivill va más allá, y opina que en un mundo ideal lo adecuado sería contar con dormitorios individuales. «Es lo más sensato desde el punto de vista fisiológico, aunque esto hoy en día casi es utópico. Si no es posible, tendría que ser en camas separadas, aunque a veces los ruidos, la tos o los ronquidos molestarían casi igual; quizá quitaríamos los movimientos, las patadas, pero no podíamos evitar los estímulos de tipo auditivo».

«Ahora pasarse a la cama del otro es un juego»

La división nocturna no parece ser un obstáculo para el sexo. Stanley opina que, «potencialmente, dormir separados implica que tendrás un mejor sueño, te sentirás mejor y más feliz y mucho más predispuesto a los arrumacos; sin duda, esto es más romántico que tener a tu pareja fastidiando tu sueño y haciéndote pensar: ‘Me has arruinado la noche y encima quieres tener sexo».

Vera (42): «Mi marido y yo somos afines en infinidad de cosas, pero por desgracia tenemos necesidades distintas a la hora de dormir: él es muy friolero, si por él fuera se taparía con edredón hasta en verano; se mueve mucho y ronca. A mí me gusta que la habitación esté fresca, incluso dejar la ventana entreabierta si no hace excesivo frío. Durante los siete años que llevamos juntos hemos ido alternando nuestras preferencias, y como resultado ninguno de los dos dormía bien. Peor aún: era una fuente de conflicto. Finalmente, y como por suerte tenemos una casa grande, acordamos que él se trasladase a otro dormitorio. Han acabado las discusiones, ambos estamos de mejor humor durante el día y no ha interferido en absoluto en nuestra vida sexual; ahora pasarse a la cama del otro es una especie de juego». Un juego que para ellos es nuevo pero que nos lleva a los orígenes de nuestra civilización: en la antigua Roma, la cama marital era un espacio para el esparcimiento sexual, no para el descanso. Mucho hemos cambiado.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *