Atribuir significados y simbolismos a las afectaciones en pueblos originarios, ha sido una forma de contrarrestar las contingencias sanitarias
El pueblo otomí en Ixtenco, ubicado en las faldas de la Malinche, entre Huamantla y Zitlaltépec, en el estado de Tlaxcala, ha enfrentado pandemias acogiéndose a la magia simpatética.
Durante la epidemia de sarampión, lo recomendado era vestir a los menores de color rojo para que no les afectara tanto, y beber agua de rosas para aliviar malestares.
Casualmente este pueblo tlaxcalteca nace de la mano de una pandemia en 1532, pues en 1531 se había sufrido el sarampión, precedida por la de viruela, la cual también los abatió.
Con las tristes experiencias aprendieron a sobrellevar las contingencias sanitarias y lo mostraron nuevamente en la segunda década del siglo XX, cuando el tránsito de españoles, una vez más les llevó el virus de la viruela (hueyzáhuatl) y, en 1918, el de la “gripe española”, llamada por la prensa de la época como “gripe roja”.
Desde 1531, los pueblos originarios han sido afectados, al menos, por 10 pandemias, así lo puntualiza el antropólogo Jorge Guevara Hernández, investigador del Centro INAH Tlaxcala, quien, en entrevista en el marco de la campaña “Contigo en la Distancia”, de la Secretaría de Cultura, aborda el tema de los padecimientos infecciosos en el devenir de esta población.
La “gripe española” es un claro ejemplo de las enfermedades importadas, comenta el investigador: “Llego desde la ciudad de Santander, viajó por barco e ingresó por el puerto por Veracruz. Transitó por carreta llegando a Huamantla y en su recorrido hacia Puebla pasó por Ixtenco. Igual sucedió con las epidemias anteriores, pues se derivaron del arribo de los españoles. Desde 1729 hasta 1933, México registró contagio masivo de gripe, cuyo ingreso fue por Veracruz”, agrega Guevara.
“Los virus no distinguen estratos sociales. En aquel momento, la gripe afectó lo mismo a hacendados que a campesinos. De octubre a diciembre de 1918, el virus de la influenza ingresó a Tlaxcala causando miles de enfermos y centenares de defunciones, entre hombres y mujeres de todas las edades y condiciones sociales”, explica el antropólogo.
“Las familias recurrieron a los remedios medicinales caseros, sin faltar las manifestaciones religiosas como parte de la cultura local y mexicana; sin embargo, según cálculos, en tres meses fallecieron 20 millones de personas por esta causa; y 50 millones, en los tres años que duró la pandemia en los países afectados, en su mayoría europeos.
“Sobre niveles de mortandad, Ixtenco registró 287 defunciones durante los primeros 75 días de la epidemia, que comenzó el 23 de octubre, pero el número de decesos fue mayor, dado que la crisis sanitaria se prolongó hasta 1920”, narra Guevara. En Tlaxcala murieron nueve mil 448 personas: cuatro mil 208 hombres y cinco mil 240 mujeres, comenta.
El antropólogo explica que, aunque las estadísticas han sido una herramienta de conteo a partir de la etapa revolucionaria, los acontecimientos de 1918 fueron prácticamente contabilizados por medio de las actas de defunción que anotaban los religiosos, mientras que los detalles acerca del padecimiento corrían en los relatos que se transmitían de forma oral, como los recordados por un cronista de la localidad, quien cuenta: “Al sarampión ―en la segunda pandemia― lo llamaron la peste (enfermedad infecciosa) o niño-xa (enfermedad que acompaña el mal olor), como lo denominaron los otomíes de la localidad”.
Desde entonces se le daba un simbolismo mágico a lo que acontecía, es decir, un sentido propio, refiere el antropólogo al citar como ejemplo que lo recomendado por la tradición era vestir a los menores con ropa o listón de color rojo, para que no les afectara tanto; asimismo, beber agua de rosas de castilla, para aliviar el malestar por la calentura.
Lo anterior, anota el investigador, es dar un sentido humano a la enfermedad y se define como “magia simpatética”, una forma de contrarrestar los efectos de una crisis, una actitud inherente del ser humano; al atribuirle significados y simbolismos se busca aminorar la afectación, como el uso del listón rojo y de la rosa de castilla; y acota que, en equivalencias simbólicas, los otomíes llamaron a la calentura tzoxpa (tz-algo malo; ox- agarra y pa-calor), es decir, “calor que te agarra como cosa mala”.
Como ocurre en muchas comunidades, la otomí de Ixtenco sigue conservando a la familia como unidad básica. Ésta participa en las actividades según su género y edad; los hombres, al cultivo, y las mujeres a las labores de casa, pero en tiempo de siembra y cosecha todos se involucran bajo la dirección del padre o patriarca. Todos crean fuerte arraigo al compadrazgo, tras el bautizo y las bodas, y lo respetan. De ahí que los lazos sociales se extienden y se mantenga un apoyo entre la mayoría de la comunidad. Así, explica el antropólogo, las formas de organización recurren a salvaguardar la integridad de sus miembros con mayor compromiso.
Durante aquella crisis causada por la “gripe española” se cerraron las escuelas e iglesias, y las mujeres de las clases altas se organizaron en “sociedades de socorro” para repartir apoyo. Se aplicó cuarentena, guardando a la gente en las casas, respetando el distanciamiento, se recomendó que los hogares se mantuvieran aseados, higiene personal más rigurosa y desinfección especial de la boca y nariz con soluciones antisépticas débiles para evitar contagios. Ésta es, sin duda, una forma de organización que no ha cambiado en nada ante una pandemia, asevera el antropólogo.
Según registros históricos, los desinfectantes recomendados con mayor frecuencia, en 1918, eran la creolina, el ácido fénico, bicloruro de mercurio y el bisulfito de cal (líquido), o algo más casero como el cocimiento de hojas de eucalipto. A diferencia, en nuestros días se recomiendan soluciones con base en alcohol al 70% y, ante todo, el uso del jabón para el lavado constante de manos, como principales medidas de higiene.
En aquella época, finaliza, para evitar contagios se ordenó el cierre de los cementerios y en las fechas de los Fieles Difuntos se prohibió visitar y adornar tumbas, pues existía la indicación de que durante esos días solo estarían abiertos para los sepelios. Todas estas instrucciones se dieron a conocer a la población tlaxcalteca mediante avisos que se mandaron a fijar en las puertas de las casas y en las habitaciones de los enfermos.