Fonseca, de 51 años, fue durante décadas empleada de servicios generales en casas y empresas hasta que hace dos años se graduó como vigilante
Cuando comenzó la cuarentena por el coronavirus en Bogotá, Edy Fonseca tuvo que decidir si pasaba sus noches en uno de dos cuartos subterráneos: el de su casa, en un barrio pobre del sur de la capital colombiana, o el del edificio donde trabajaba, en un sector acomodado del norte.
Ambos espacios tienen unos cuatro metros cuadrados, son fríos y oscuros y gozan de una pequeña ventana que da a la calle.
En el primero no hay baño privado ni internet ni cocina: está en un inquilinato. En el segundo —usualmente la oficina de la administración— no había cama, estaba lejos de su familia y se arriesgaba a que sus turnos laborales sobrepasaran sus atribuciones.
Optó por lo segundo . Y lo que en un principio fue una decisión autónoma, plasmada en un contrato firmado por ella, se convirtió en un escándalo sobre el supuesto encierro de una vulnerable vigilante por parte de sus acaudalados empleadores en un país traumatizado por la exclusión social.
«Me retuvieron en un edificio de clase alta y yo lo acepté y me siento culpable, porque yo no debí haber permitido eso «, dice ella, que denunció al edificio por «lesiones personales» y «constreñimiento ilegal», un grado menor del delito de secuestro.
Enferma y «manipulada»
Fonseca, de 51 años, fue durante décadas empleada de servicios generales en casas y empresas hasta que hace dos años se graduó como vigilante y empezó a trabajar en ello.
Es madre soltera de tres hijos y abuela de cuatro niños, con un quinto en camino.
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