La duda fundada de los mexicanos acerca del comportamiento privado de sus gobernantes no ha sido fortuita. 

Antes de que Genaro García Luna fuera detenido en diciembre de 2019 por el gobierno de Estados Unidos, las historias en torno a la colusión del gobierno federal de México con los cárteles de las drogas para permitir el libre trasiego se consideraban mitos e incluso conspiraciones. Ni la detención ni el encarcelamiento de cinco gobernadores vinculados al narcotráfico, ni el procesamiento de otros 12 en los últimos siete años, daban la certeza de que existiera una federación que agrupaba a los señores de las drogas: una hipótesis que plantearon, a costa de su integridad física, algunos periodistas.

Sin embargo, la captura de García Luna, el otrora poderoso subdirector del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) en el gobierno de Vicente Fox Quesada, y titular de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) en el de Felipe Calderón Hinojosa, habla de otra realidad: una verdad que, aunque ya se sospechaba, es difícil de entender por su crueldad. Su detención corrió el telón del teatro político de lo absurdo: dejó al descubierto el surrealismo mexicano, propio de una novela negra donde el culpable del asesinato es el mayordomo, la figura apacible y silenciosa que se mueve en el escenario del crimen sin ninguna sospecha, porque es el encargado de cuidar la casa.

El señalamiento formal del gobierno estadounidense, fincado en la declaración del narcotraficante Jesús Zambada García, alias el ‘Rey’, revela que el ‘Licenciado’ —conocido de esa manera García Luna entre diversos jefes de los cárteles de las drogas— recibió entre 2005 y 2007 sobornos por al menos ocho millones de dólares a cambio de permitir la libre operación de los cárteles de Sinaloa y de los hermanos Beltrán Leyva. Esto no sólo sacudió al sistema político mexicano, sino también acrecentó la animadversión hacia la clase gobernante, un sentimiento cada vez más arraigado en la hastiada sociedad mexicana, que dejó de confiar en la clase política.

La duda fundada de los mexicanos acerca del comportamiento privado de sus gobernantes, principalmente por sus nexos con grupos del narcotráfico, no ha sido fortuita. Los casos de procesamiento judicial de los ex gobernadores —Jorge Torres López, de Coahuila; Eugenio Hernández Flores y Tomás Yárrington Ruvalcaba, de Tamaulipas; Jesús Reyna García, de Michoacán, y Mario Villanueva Madrid, de Quintana Roo—, todos acusados de permitir la operación de cárteles en sus estados durante sus gobiernos, ya apuntaba hacia la insolvencia moral del sistema político. Aún así, todavía se dudaba, en un dejo de esperanza ciega, de la infiltración del narco en las estructuras del gobierno federal.

La sociedad mexicana tampoco terminó por convencerse del grado de infiltración del crimen organizado pese a las sospechas de enriquecimiento ilícito y lavado de dinero que llevaron al encarcelamiento de una larga lista de otros ex gobernadores, señalados de alta corrupción: Roberto Borges Angulo, de Quintana Roo; Javier Duarte de Ochoa y Flavino Ríos Alvarado, de Veracruz; Guillermo Padrés Elías, de Sonora; Andrés Granier Melo, de Tabasco, o de Luis Armando Reynoso Femat, de Aguascalientes. O bien, los procesos penales iniciados contra Roberto Sandoval Castañeda, de Nayarit; César Duarte Jáquez, de Chihuahua; Rodrigo Medina de la Cruz, de Nuevo León; Fidel Herrera Beltrán, de Veracruz; Miguel Alejandro Alonso Reyes, de Zacatecas, o Fausto Vallejo Figueroa, de Michoacán.

Hasta entonces se suponía que el cáncer de la corrupción únicamente había tocado las estructuras de los gobiernos estatales y locales. Al menos así lo referían las detenciones de 16 alcaldes ocurridas durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, los cuales fueron encarcelados por la presunción de sus nexos con células del crimen organizado y de los cárteles de las drogas: Érick Ulises Ramírez Crespo y César Miguel Peñaloza Santana, de Cocula, Guerrero; Juan Mendoza Acosta, de San Miguel Totolapan, Guerrero; José Luis Abarca, de Iguala, Guerrero; Salma Karrum Cervantes, de Pátzcuaro (muerta en prisión), Michoacán; Dalia Santana Pineda, de Huetamo, Michoacán; Arquímides Oseguera, de Lázaro Cárdenas, Michoacán; Jesús Cruz Valencia, de Aguililla, Michoacán; Enrique Alonso Plascencia, de Tlaquiltenango, Morelos; Uriel Chávez Mendoza, de Apatzingán, Michoacán; José Luis Madrigal, de Numarán, Michoacán; Juan Hernández Ramírez, de Aquila, Michoacán; Francisco Flores Mezano, de Tancoco, Veracruz; Feliciano Álvarez Mesino, de Cuetzala del Progreso, Guerrero; Ricardo Gallardo Cardona, de Soledad de Graciano Sánchez, San Luis Potosí, y Enoc Díaz Pérez, de Pueblo Nuevo Solistahuacán, Chiapas.

Con todo, quedaba el resquicio de la duda de que la estructura federal del gobierno no hubiese sido tocada por el perverso amo del dinero del crimen organizado…

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