Incluso después de que se levantara la cuarentena en mayo, muchos compañeros “bouquinistes” llegaron a la conclusión de que reabrir no tenía sentido.


El librero parisino Jerome Callais abre sus cajas de madera colocadas en una pared con vista al Sena, cargando llaves en una larga cadena, resignado a otro día de poco trabajo en ausencia de las multitudes de turistas de las que depende.

Callais es uno de los más de 200 “bouquinistes” que venden libros de segunda mano y grabados a lo largo de un tramo de tres kilómetros de explanada junto al río, una tradición que tiene siglos de antigüedad y ahora está amenazada por el coronavirus.

Si bien el trabajo nunca fue lucrativo, Callais, quien está haciendo campaña para agregar a los “bouquinistes” a la lista de patrimonio de la humanidad de la UNESCO, dijo que la escasez de extranjeros a lo largo de la principal avenida turística que va desde la catedral de Notre-Dame hasta el museo del Louvre le había complicado la posibilidad de vender cualquier cosa. “Hoy vendí un libro por 16 euros, tengo otro cliente que me debe dinero más tarde y es un gran día para mí”, contó.

Antes de la pandemia, Callais dijo que un tercio de sus clientes eran extranjeros y otro tercio provenía de otros sitios de Francia. “Dependemos totalmente del turismo”, relató.

Incluso después de que se levantara la cuarentena en mayo, muchos compañeros “bouquinistes” llegaron a la conclusión de que reabrir no tenía sentido, agregó.

En agosto, el gobierno dijo que la pandemia le había costado a Francia hasta 40.000 millones de euros (47.000 millones de dólares) en ingresos por turismo perdidos.

El Ejecutivo otorgó ayuda al sector turístico, pero, como libreros, los “bouquinistes” no fueron incluidos. Recibieron algo de ayuda de un fondo solidario, pero eso terminó en julio, dijo un funcionario del Ministerio de Finanzas. Se han vendido libros a orillas del Sena desde el siglo XVI. Actualmente los lugares son asignados por períodos de cinco años por el Ayuntamiento.

Los libreros no pagan alquiler pero deben abrir al menos cuatro días por semana y, en épocas normales, los veranos compensan las menores ventas del invierno.

“Una vez que has probado la vida a orillas del río, es un poco como una droga (…) Venimos por la interacción humana, los intercambios, el compartir conocimientos”, dijo Callais.

“Nosotros (también) sufrimos mucho la competencia de internet (…) las compañías que venden libros pero no son libreros. Son máquinas para hacer dinero.

No hay poesía en ellas”, concluyó.

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