Con la docuserie que acaba de estrenar Netflix, que busca develar los misterios sobre la explosión del transbordador espacial en 1986, se renueva el interés por una historia que incluye el sueño de una maestra de primaria elegida para volar al espacio.
En el cielo se formó un cisne. De copos grises de humo, gases y fuego. Pirotecnia macabra. Fue a los 73 segundos del lanzamiento. Poco más de un minuto que contienen el espectro más amplio de emociones posibles. Asombro, alegría, ilusión, desconcierto, incredulidad, dolor.
La nave espacial se desintegró en el aire y en el zigzagueo loco de las estelas de la destrucción que pareció que se tatuaron en el cielo, hubo más que una misión fallida, o el retraso de la carrera espacial. El drama de la muerte. Siete vidas, siete familias destruidas en 73 segundos. El 28 de enero de 1986, el transbordador espacial Challenger se desintegró apenas iniciada su misión.
La transmisión televisiva potenció el drama. No es que todo el mundo estuviera pendiente del lanzamiento. Era casi el mediodía de un día laborable. Y los canales de noticias todavía no estaban consolidados (aunque CNN transmitió en vivo).
Pero quienes no frente a la televisión en ese preciso momento, vieron el video del momento fatal que se repitió (antes de la redes sociales no se viralizaban) con persistencia en todos los canales televisivos del mundo. Con el estreno en Netflix de la serie documental de cuatro capítulos Challenger, el vuelo final, la tragedia espacial nuevamente se convirtió en tema de conversación.
La miniserie no sólo bucea en las causas que ocasionaron el desastre, sino que recupera las historias de vida de los integrantes de la tripulación. El documental, entre muchas otras cosas, muestra la trastienda de la foto de los siete con sus trajes celestes, los cascos en la mano y las sonrisas nítidas. Esa imagen fue la más conocida de la tripulación. La publicaron en todos los medios.
Es como la foto que le sacan a los equipos de fútbol antes de los partidos. Es una toma que se hace siempre pero que sólo se utiliza si algo salió realmente mal o para una efeméride. La ventaja es que están todos juntos y uniformados. Pero la sesión para obtener estas imágenes no ocurrió el día del lanzamiento. Por eso los gestos de los tripulantes son tranquilos.
Todavía no hay tensión ni ansiedad en ellos. Todavía es la víspera. Era uno más de los movimientos promocionales que la NASA encaraba para dar a difundir la misión. Porque no sólo hay que explorar el espacio sino parecerlo.
Para seguir asegurando que el Congreso alimentaría sus cuentas, para que el presupuesto no decayera, la NASA estaba obligada a darle mayor visibilidad a su programa.
Eso exigían los congresistas para que la canilla de dinero siguiera abierta. El público se acostumbra a todo. Aún a lo excepcional, a lo que es difícil hasta de imaginar.
Fue por eso que el interés por las incursiones espaciales de los transbordadores ya no acaparaba la atención de la gente. La demostración fáctica la daban los diarios: cada lanzamiento o vicisitud de las misiones había pasado de ser el título central en la primera plana a ocupar un recuadro en una página perdida del interior.
El mecanismo que se les ocurrió fue subvertir un principio que tuvo la agencia espacial desde un comienzo. Pondrían en el espacio a una persona no preparada espacialmente, a alguien que no fuera astronauta. Desde el Proyecto Mercury quienes se convertían en astronautas eran personas altamente calificadas. Tenían lo que Tom Wolfe llamó The Right Stuff. Tenían lo correcto, eran los elegidos.
En este viaje la NASA cumpliría el sueño de todos los niños del mundo. Convertiría a alguien común en astronauta. En un viaje anterior había integrado la tripulación un senador: un modo de devolver gentilezas a quienes facilitaban el presupuesto. Apenas se supo de esa posibilidad fueron cientos los famosos que se postularon para ocupar ese asiento en el Challenger. Desde cómicos a presentadores de TV, de deportistas hasta actrices y políticos.
El entonces presidente Ronald Reagan desarticuló las ilusiones de casi todos los gremios. Anunció que el séptimo tripulante sería un maestro. Elegido entre los voluntarios de todo el país que se presentasen. Fueron 11 mil los docentes que se postularon para el programa Maestros en el Espacio. Luego de una ardua elección quedaron diez finalistas. Esos se entraron en un centro espacial, fueron sometidos a pruebas de todo tipo durante varias semanas hasta que se eligió al ganador.
Fue una mujer. Chista McAuliffe, una profesora de secundaria de New Hampshire. La mujer de 37 años, rulos negros y de sonrisa brillante, estaba casada y tenía dos hijos chicos. Debía dar dos clases de quince minutos desde el espacio que serían retransmitidas a todo el mundo. Serían, qué duda cabe, las clases con mayor alumnado de la historia. Esas lecciones difundirían entre los niños y jóvenes las matemáticas y las ciencias.
El efecto que buscaban la NASA y el gobierno norteamericano se obtuvo. El siguiente vuelo del Challenger atrajo la atención que el programa espacial había perdido. Las historias de la profesora, sus futuras clases, su familia y su entrenamiento ocuparon las portadas de los medios de todo el país. Una persona normal en el espacio.
De nuevo, las misiones espaciales acaparaban la atención. Para que eso se consolidara, la NASA dispuso que la tripulación fuera lo más diversa posible. Mujeres, afroamericanos y asiáticos la integraban. Era el equipo más variado desde el inicio del programa. Estarían en el espacio durante casi una semana. Además de las clases de Christa, realizarían experimentos y desplegarían un satélite. La misión tenía pautado el lanzamiento para el 22 de enero pero fue suspendido por inconvenientes técnicos.
La fecha se corrió al 28 de enero de 1986. El programa de lanzamientos de ese año era ambicioso. Debía cumplirse con las misiones en fecha. La noche anterior hizo mucho frío en Florida. Varios ingenieros sugirieron que se volviera a suspender el lanzamiento, que se esperara a condiciones naturales más benignas. Que el congelamiento durante la noche de algunas partes de los cohetes propulsores podían significar un peligro. Ahora se sabe que hubo reuniones y discusiones hasta bien entrada la noche del 27 de enero.
Pero se impuso la voluntad política de cumplir con el cronograma pautado. Se asumieron riesgos para satisfacer intereses políticos. Las investigaciones posteriores demostraron que los científicos e ingenieros habían descubierto algunos problemas a los que no les encontraban la solución. Las discusiones aumentaron. Alguien realizó un cálculo de los riesgos. Se estimó que había una posibilidad en 100.000 de que algo saliera mal.
Al fin y al cabo era la misión más monitoreada de la historia. La tecnología avanzaba y se contaban con mediciones de parámetros inimaginables quince años antes. Sin embargo, la investigación posterior demostró que ese cálculo había sido demasiado optimista.
El error había sido grosero. Las posibilidades de fatalidad se fijaron, tiempo después, en 1 en 200. Fue la peor tragedia del programa espacial (en el 2003 con el colapso del Columbus también murieron 7 tripulantes). La conmoción fue enorme. Si bien no eran muchos los que veían el lanzamiento en directo, no hubo quien dejó de verlo horas después.
Además entre los que sí lo seguían en tiempo real había miles de niños convocados por la presencia de Christa McAuliffe. Las imágenes de alumnos de escuela primaria y de los familiares observando la catástrofe es desoladora.
En los gestos de los meros espectadores hay dolor y tristeza. Pero en la de los familiares se ve sorpresa y desconcierto. Un reflejo natural de negación por un lado; y por el otro la confianza ciega en la organización (la NASA) y en esas 7 personas que tenían The RIght Stuff, que eran los elegidos.
Como si su preparación, sus habilidades y sus conocimientos (todos muy por encima de la media) les otorgaran súper poderes. En el documental, el testimonio de la esposa del piloto es claro. Shockeada, siguió las indicaciones de la NASA durante los primeros minutos pero en su interior residía la esperanza.
Buscaba y encontraba argumentos para creer que su esposo había sobrevivido. Aunque en las imágenes pareciera que las gradas para los espectadores estaban cerca del transbordador, la distancia era de quince kilómetros. Los familiares fueron llevados en micro hasta la base.
En ese viaje de apenas unos minutos ella comprendió lo que había sucedido: “Vi gente, al costado del camino, llorando desconsolada, tirada sobre el capot del auto. Recién ahí me di cuenta de todo”. En la escuela de Christa, los alumnos quedaron petrificados ante un aparato de televisión de tubo de 27 pulgadas. El espanto se instaló en sus caras. Algunos ni siquiera podían llorar.
Esa noche Reagan debía dar su discurso a anual a la Nación. Por primera vez en la historia se suspendió. Grabó un mensaje breve de pesar y recordó a los astronautas muertos.
Al tiempo, y ante la presión pública, se creó una comisión de notables para que investigara los hechos. La presidió William Rogers, ex secretario de estado, que recibió una orden presidencial de proteger a la NASA. Pero mientras la investigación avanzaba y los testimonios se acumulaban, se instalaba la certeza de que varios avisos graves no habían sido escuchados.
El golpe de gracia lo dio Richard Feynmann, un físico de enorme prestigio. Premio Nobel, considerado uno de los 10 físicos más importantes del Siglo XX, ejercía también como un preciso y simpático divulgador cultural. Comunicaba certeramente y nunca aburría.
Además era escasamente dócil a las presiones políticas. Fue llamado a integrar la Comisión Roger que tuvo a cargo la investigación de la tragedia.
Por un lado era una elección casi obvia. No encontrarían dentro de las ciencias alguien con mayor reputación y curiosidad. Por el otro, resultó un obstáculo para los planes oficiales.
Feynman no estaba dispuesto a oficiar de claque de nadie ni a legitimar con su presencia un informe que no buscara la verdad ni se sumergiera en la profundidad del problema. Sigiloso y amable, hasta gracioso, Feynmann esperó su oportunidad para hacerse notar.
Estudió en silencio la cuestión, escuchó testimonios y en medio de una audiencia televisada pidió la palabra. Saludó y antes de hacerle una pregunta al director de la NASA, con cierta lentitud, con un deliberado manejo del suspenso, agarró una círculo de goma, que parecía una especie de gomita para el pelo, y lo sumergió en un vaso con agua helada.
Al rato mientras seguía con sus preguntas al testigo, el Premio Nobel metió dos dedos en el vaso y sacó el círculo de goma. El frío la había puesto rígida, había perdido su flexibilidad.
De esa manera, con ese simple experimento, Feynman convenció a millones de personas que el problema estaba en las juntas tóricas, unas piezas que debían sellar compartimentos pero que con el frío se ponían rígidas. Al fallar ese sellamiento, el escape de oxígeno y de hidrógeno provocó fuego, el contacto con el tanque de combustible, la alteración de las fuerzas aerodinámicas, la destrucción de la nave espacial en su décima misión.
El compartimento de la tripulación cayó al mar tres minutos después. Se cree que murieron en el acto por la despresurización de la cabina. Otros creen que pueden haber sobrevivido y que lo que los mató fue el impacto contra el agua a una gran velocidad. Unos días después, se extrajo de las profundidades y los siete recibieron un funeral con todos los honores.
La NASA tardó dos años y medio en retomar los vuelos espaciales. En el informe final de la Comisión Rogers, Richard Feynman obligó a que se incorporara una frase bajo amenaza de suscribirlo: “Para una tecnología exitosa, la realidad debe prevalecer por sobre las relaciones públicas; la naturaleza no puede ser engañada”. Si esa cita fuera el credo del manejo de cualquier cuestión pública, el mundo funcionaría mejor, funcionaría de un modo más sensato.