Aquí es más fácil conseguir tabaco, ron y sexo que comida.

Un Upmann sin filtro y una cerveza Lagarto acompañan mi última noche en La Habana, la ciudad donde el sueño de la igualdad —aquella que tanto reza el comunismo— se convirtió en la pesadilla de los que anhelan con escapar a Miami.

Aquí es más fácil conseguir tabaco, ron y sexo que comida. En los almacenes semivacíos, las grandes filas muestran el suplicio de un pueblo cuya revolución se repite todos los días: “Morir por la Patria es vivir”, se repite ahí, en las escuelas y en el arte callejero de esta ciudad, que derrumba donde se habita y que deslumbra donde se pasea.

En efecto, los viejos edificios que fueron, entre las décadas de los años veinte y cuarenta, las mansiones de poderosos extranjeros —y que tenían en la Habana su jardín del edén— regresarán a éstos cuando los derrumben. El estado los entregará a inversionistas extranjeros para convertirlos en lujosos hoteles, con la posibilidad de que los habitantes de hoy, echados de ahí, se conviertan en vagabundos. Qué mejor muestra de que todo sistema político tiene fallas.

Así no lo planearon Fidel Castro ni el “Che” Guevara. Ellos soñaron e hicieron realidad una utopía de justicia y reivindicación de los pobres. Durante algunos años arrancaron el poder a aquellos que pusieron esa réplica del Capitolio de Washington en la Habana, esos quienes habían llegado a enriquecerse con el pueblo cubano.

Quizás por eso los foráneos debemos pagar los pecados del pasado, del monstruo capitalista norteamericano y de los católicos conquistadores españoles, y pagar una elevada divisa antes de disfrutar la riqueza cultural de este país.

Una escena común por las calles de La Habana es la joven mulata, con prominentes caderas y con ropa barata, que camina de la mano de algún rubio, quizás un canadiense. O el joven y fornido mulato que acaricia a una madura dama de tez blanca. Y es que, en este país, todo se vale con tal de llevar a casa un plato de comida, una prenda “brandeada” o unos tenis americanos.

Las personas mayores deambulan por las calles con ropas tan viejas que dejan ver la miseria en la que se hundieron sus sueños. Son aquellas que vieron el esplendor del Buena Vista Social Club; que llegaron muy jóvenes a La Habana, procedentes de la provincia; aquellas que aún trabajan en los incontables hostales de la ciudad y que salen a formarse para intentar comprar un poco de pollo, cerdo o huevo, también escasos, como todo lo demás.

El periódico Granma órgano del Comité Central del Partido Comunista de Cuba —por cierto, publicación gestada por José Martí, pero que debe su nombre al yate que transportó a Fidel Castro y a otros 81 rebeldes, de México a costas cubanas, en 1956, para iniciar la Revolución cubana—, da cuenta del contrabando de alimentos que no puede detener el gobierno. Son grupos subversivos los que ocasionan que los almacenes no tengan abasto de arroz, frijol, col, yuca, ajíes y tomates, productos básicos de la alimentación cubana.

Sin embargo, la política expuesta en este único medio de comunicación y noticiario gubernamental dejó de importarle a los más jóvenes. Ahora, con sus celulares y tarjetas de Internet, pueden soñar con escapar de su abrumadora realidad, más allá de lo que lo hicieron sus abuelos, “los balseros”.

Los jóvenes se tatuaron el nombre del expresidente norteamericano Obama, con la esperanza de que el restablecimiento de las relaciones diplomáticas fuera eterno. Pero este sueño se derrumbó con Trump; ahora solo tienen sus “Obama Forever” en los brazos…

“Si no puedes entender con una mirada, difícilmente entenderás una larga explicación”, leo en uno de los cientos de óleos que venden los artistas locales en los Almacenes San José —a un lado de la antigua Fábrica de Cerveza, hoy convertida en un restaurante donde suena el son y se sirve ron cubano con el escenario del malecón—. Creo que esa es la mirada del cubano, la de un excelente anfitrión que no puede evitar perder su mirada en la nada cuando platica sobre las rutas turísticas.

Carlos es maestro de Biología en la Universidad de Cuba y además es guía de turistas en una modalidad llamada “freetour”. Caminamos La Habana Vieja con un grupo de españoles y argentinos. Con energía, nos cuenta sobre todos los atractivos, incluyendo el famoso bar “Floridita”, aquel donde el escritor Ernest Hemingway se refugiaba.

“Yo nunca he entrado ahí, pero dicen que sirven los mejores daiquirís”, y su mirada se pierde, pero sigue recomendando restaurantes en donde, por supuesto, tampoco se ha sentado jamás.

Sharon, estudiante de idiomas y guía de turistas, nos sube en una guagua que nos traslada al otro lado de la isla, en donde existe un fuerte que sirvió como defensa de la ciudad. Después nos regresa por mar, en una embarcación, y nos hace ver la realidad del cubano.

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“Estudio idiomas porque puedo complementar mi salario como maestra. Aquí los mejores pagados son los doctores, pero su vida pertenece al gobierno”. Añade que ella quiere libertad; lo normal, a los 21 años.

Michel, el mulato que tripula el velero para llevarnos, mar adentro, a realizar snorkel en Varadero, no puede dejar de mirar el infinito y brillante mar azul —tan azul que se confunde con el cielo— sin dejar de pensar que sus habilidades para sortear el viento lo pueden llevar a Miami: solo hay que navegar 425 km en línea recta.

Por las noches, desde las playas de Varadero puedes ver una pequeña luz; “es Miami”, te dicen los cubanos, con esa mirada perdida. Creo que entendimos su mirada, entendimos su dolor; caminamos entre ellos, comimos con ellos y juramos no dejar de valorar, día a día, nuestra libertad.

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