Murió alrededor de la medianoche el día de Corpus Christi, con tan sólo 23 años de edad.
El 21 de junio es la Fiesta de San Luis Gonzaga, patrono de la juventud cristiana y protector de los jóvenes estudiantes, hombre de corazón enorme, quién sufrió muchas incomprensiones y pesares en la vida, pero que no perdió jamás su talante alegre. Atrás dejó una vida de lujos para seguir a Cristo.
San Luis Gonzaga nació en 1568 en Italia, en el seno de una familia noble. Su madre, preocupada por las cosas de fe, lo consagró a la Virgen y lo hizo bautizar; mientras que al padre -militar de carrera- sólo le interesaba el éxito y la gloria futura de su hijo en la misma carrera que él había elegido.
Luis frecuentó mucho los cuarteles desde niño, y si bien aprendió la importancia del valor y el honor, también adquirió ademanes vulgares y rudos. Cuando tenía trece años conoce al Obispo San Carlos Borromeo, quien queda impresionado con la inteligencia y el buen corazón de Luis y es él mismo quien un tiempo después le dio la Primera Comunión.
Lamentablemente el ambiente que se vivía entre la nobleza y la alta sociedad de aquel entonces estaba lleno de fraude, vicio, crimen y lujuria; por lo que San Luis, que quería vivir como un buen cristiano, se sometió a penitencias y prácticas de piedad constantes, sin descuidar sus responsabilidades en la corte.
Por asuntos de su padre tuvo que viajar a España y en la iglesia de los jesuitas de Madrid oyó una voz que le decía: “Luis, ingresa en la Compañía de Jesús”. Su madre tomó con alegría los proyectos de Luis, pero el papá montó en cólera y no aceptó fácilmente la inquietud vocacional de su hijo.
Más adelante, después de que se le enviara a diversos viajes y se le diera cargos importantes, el papá tuvo que ceder y escribió al general de los jesuitas diciéndole: “Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas”.
San Luis ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús. Con el tiempo se convirtió en un novicio fiel y cuidadoso, fiel a las reglas y desprendido de toda vanidad, ejercitándose en los oficios más humildes.
Por aquel entonces la población de Roma se vio afectada por una epidemia. Los jesuitas abrieron un hospital en el que los mismos jesuitas se encargaban de cuidar a los enfermos. Luis empezó a pedir limosna, víveres y abrigo para los enfermos. Sirviendo a los más débiles él mismo contrajo la enfermedad. Gracias a Dios, pudo recuperarse de aquel mal, pero quedó afectado por una fiebre intermitente que en pocos meses lo redujo a un estado de gran debilidad. Acompañado de su confesor San Roberto Belarmino, se preparó para la muerte.
Con la mirada puesta en el crucifijo y repitiendo el nombre de Jesús, partió a la Casa del Padre alrededor de la medianoche el día de Corpus Christi, con tan sólo 23 años de edad.