La carrera de Vangelis discurrió desde finales de los años 60; se hizo mundialmente célebre con el uso de instrumentos electrónicos al servicio del cine. 

Vangelis tenía una imagen imponente, fácilmente distinguible: como su paisano Zorba, arquetipo literario del currante abnegado, el compositor griego destacaba por su barba poblada, su melena lacia, su pecho velludo y un rostro que enrojecía fácilmente al tocar el teclado. Sin embargo, las imágenes asociadas a Vangelis son otras: un grupo de atletas corriendo por la playa, un coche volador ante una geisha proyectada en una pantalla de neón, el viaje al fondo del universo atravesando galaxias. Este jueves se ha sabido que el músico griego murió el martes pasado en Francia, a los 79 años, por complicaciones derivadas del covid.

La carrera de Vangelis discurrió desde finales de los años 60 en diferentes ámbitos, pero uno en concreto le hizo mundialmente célebre: el uso de instrumentos electrónicos al servicio del cine. Se llevó un Oscar por Carros de fuego -la melodía del tema principal se ha usado como eficaz metáfora del esfuerzo, del lento avance hacia la gloria-, aunque su mejor obra sin duda es la música que entregó a Ridley Scott para su clásico de la ciencia-ficción Blade runner. Ese fue el momento feliz en el que las dos tendencias contradictorias que habitaban en el alma musical de Vangelis -el romanticismo del siglo XIX y el futurismo ligero- se fundieron en un instante perfecto.

Nació con el helénico y alambicado nombre de Evángelos Papathannasíou, y sus inicios musicales fueron igualmente complejos: a finales de los 60, con apenas 25 años cumplidos, lideró el grupo de rock progresivo Aphrodite’s Child -en el que cantaba su primo Demis Roussos-, y a partir de 1970 inició también su carrera en solitario con una idea en la cabeza: escapar de los rigores formales del rock y buscar una libertad compositiva que quiso alcanzar gracias a la construcción de su propio espacio de grabación -desde entonces, los Nemo Studios, en Londres, fueron su centro de operaciones- y la búsqueda de un lenguaje instrumental que recuperara el lenguaje de la música clásica para un público joven, decididamente hippie y contracultural.

Cuando Vangelis empezó a crear sus primeras partituras flotantes no existía aún la etiqueta de música new age, y aunque ése no siempre fue el marco exacto para su trabajo -en su catálogo de álbumes hay también obras electroacústicas como Hypothesis o Earth-, fue al fin y al cabo el que le terminó devorando cuando se erigió en uno de los gigantes de la música de sintetizador de los 70, tótem fundamental de una generación completada por Jean-Michel Jarre y Klaus Schulze, también fallecido hace apenas un mes.

En los 70 y los 80, Vangelis alternó las bandas sonoras -inicialmente para telefilmes o películas europeas del circuito experimental, como La fête sauvage, L’apocalypse des animaux o Antarctica- con álbumes de estudio planteados como poemas sinfónicos con textura electrónica, como el solemne Heaven & Hell, en el que firmó su primera colaboración con Jon Anderson, el cantante de la banda Yes, o Albedo 0.39. La serie documental Cosmos, presentada por Carl Sagan, utilizó fragmentos de estos dos discos en su banda sonora.

Los episodios de Cosmos fueron una de las principales vías de acceso de la música de Vangelis al público masivo; las otras dos fueron Carros de fuego (1981) -Vangelis le birló el Oscar a John Williams, que aquel año competía con En busca del arca perdida- y Blade Runner (1982), aunque la edición definitiva y autorizada de este álbum no se publicó hasta 1994. Y aun así, Vangelis logró sobreponerse a la fama puntual para construir una carrera a largo plazo que, aunque ya no gozó de más picos tan sonados, sí prolongaron su prestigio en el circuito del cine y en el de la música electrónica de intención sinfónica.

Por ejemplo, trabajó de nuevo con Ridley Scott -1492: la conquista del paraíso-, firmó su último score importante para Oliver Stone -Alexander (2004)- y profundizó en su ambición de aunar sinfonismo romántico con un lenguaje pop en discos como Oceanic o El Greco, donde invitó a cantar a Montserrat Caballé. Su carrera fue extensa, desigual y grandilocuente, pero con momentos suficientes como para calar en el imaginario colectivo. Conquistó, pues, su propio paraíso.