«De que estamos aquí, como que ya nos acostumbramos«, me dijo el niño de tez morena, como de 9 o 10 años, que jugaba Roblox en una de las tres computadoras que renta su madre en su miscelánea ubicada frente a la plaza principal de Santiago Xalitzintla, donde la caída de ceniza volcánica del Popocatépetl es común, como también escuchar explosiones y sonidos raros que parecen venir del fondo de la tierra.
Sin embargo, el infante reconoció que hoy en la madrugada fue diferente, porque «explotó recio, hasta retumbaron las ventanas«; sin embargo, confió en lo que le dijo su padre: «no va a pasar nada, como siempre«.
Para llegar a este pueblo de San Nicolás de los Ranchos, localizado a 12 kilómetros del cráter del Popocatépetl, la única ruta es la carretera Paseo de Cortés, la cual empieza en San Pedro Cholula, donde las calles de esta mañana de lunes amanecieron sin el tono grisaceo del domingo anterior, cuando parecía que toneladas del cemento habían cubierto sus calles, donde el viento y el paso de los automóviles formaron grandes tormentas de material volcánico que dificultaron ver y respirar.
En San Gregorio Zacapechpan, vecinos y vecinas salieron con escobas y cepillos a barrer y levantar con recogedores esa ceniza que con la lluvia de la víspera adquirió un tono oscuro y se volvió más pesada.
Más adelante, en San Buenaventura Nealtican, la actividad comercial empezó tarde. Sus docenas de locales, principalmente de materiales para la construcción, tardaron en subir sus cortinas; pero no suspendieron actividades.
Parecía un día distinto al anterior. Don Goyo no suspendió sus exhalaciones en la mañana. Pero el viento dirigió sus bocanadas más allá de la capital poblana. La columna blanca con ligeros tonos grises, se levantó flanqueada por el cielo azul, hasta formar una parábola que evitó los pueblos más cercanos a la segunda montaña más alta del país.
El espectáculo matutino a la altura de San Nicolás de los Ranchos contrastó con las imágenes de la noche y madrugada pasados, cuando bombas de lava parecía que presagiaban lo peor. Dos pinturas con colores contrastantes: una como de cuento de hadas y otra como de fin del mundo.
Unos metros antes de Xalitzintla está la casa de Zoram Panoaya. Tiene 31 años de edad y dos hija. Vive con su esposa en una casa situada en los márgenes de la carretera, justo frente a una colina que levanta al Popocatépetl en segundo plano.
El campesino ha vivido todas las evacuaciones provocadas por el coloso de más de 5 mil 400 metros de altura. Sin embargo, desde 1994, cuando salió de su hogar, nunca ha llegado a un albergue. Sabe del peligro y conoce lo que debe hacer. Recaba información todos los días, sobre todo en días como estos, cuando el volcán ruge, porque tiene la responsabilidad de poner a salvo a su familia.
Entre los más de dos mil habitantes de este pueblo, destacan Praxedis y Benito. Tienen 73 años y prácticamente se conocen de toda la vida. También saben de evacuaciones, albergues, declaraciones de políticos, promesas, programas, obras… Pero, como campesinos, saben que van a seguir en sus parcelas, que no dejarán de ser campesinos y que después del trabajo buscarán un lugar para sentarse en la plaza, tomar un refresco y ver el volcán, ese que está enojado y que a veces da miedo.
Por la calle 3 Orienten, dos mujeres se alejan de la Presidencia Auxiliar, la que está frente al kiosko. Sabe que viene el gobernador y funcionarios. «Va a pasar como la otra vez, cuando dijeron que darían despensas y no dieron nada.
¿A ti te tocó? -le dice la más grande a la otra.
– A mi nada -le responde.
Se despiden llegando a la 4 Sur, donde acuerdan que estarán atentas, porque en una de esas, ahora sí, explota.
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