Mientras Laia fotografía las vistas de Barcelona, su hija persigue en patinete a un amigo en un amplio mirador del Park Güell, uno de los lugares más turísticos de la ciudad, ahora para uso exclusivo de sus vecinos.
En Dubrovnik, Mladen Kriz sueña con poder bañarse por fin este verano en las playas de esta ciudad croata y Fabiana Pavel saborea la extraña tranquilidad en el céntrico y bullicioso Barrio Alto de Lisboa.
Pese a las calamitosas consecuencias económicas de la pandemia, el confinamiento ha dado un respiro a los habitantes de algunos destinos europeos que sufrían los daños colaterales de su éxito, como la saturación de las calles o los precios desorbitados. “Durante toda mi infancia yo había jugado en este parque.
Pero con mi hija no veníamos nunca porque era imposible hacer nada, había demasiada gente”, explica Laia Torra, una profesora de educación física de 39 años.
Acompañada por una amiga y su hijo, tiene a su merced uno de los lugares más codiciados de este parque diseñado por el arquitecto modernista Antoni Gaudí: un largo banco “Y este verano podremos bañarnos en paz en la ciudad.
Pero, al mismo tiempo, sin turistas está un poco vacío. Y mucha gente vive de ellos aquí. ¿Cómo viviremos si no tenemos turistas?”, se pregunta este padre de dos hijos, cuya mujer es guía turística.
Aunque pueda ser molesto, el turismo es un pilar económico de estos destinos, que se enfrentan ahora a una costosa factura. “No hay nada bueno en todo esto”, dice Paulo da Silva, un funcionario de 45 años en Alfama, un humilde barrio de Lisboa, cuyas callejuelas sinuosas y escarpadas enamoran a los turistas.
“Los extranjeros habían dado una nueva vida al barrio y ahora todo puede hundirse de un momento a otro”, afirma.
Sin turismo, “un desierto” En el centro de la capital portuguesa, la arquitecta italiana Fabiana Pavel, militante contra la masificación turística, disfruta de la tranquilidad de su Barrio Alto, conocido por su vida nocturna y sus locales de fado. ondulante, decorado con un colorido mosaico, con una panorámica de la ciudad con el mar en el horizonte.
Aunque viven cerca, preferían evitar el parque, siempre lleno de visitantes buscando el mejor ángulo para obtener una de las fotos de rigor de cualquier viaje a Barcelona. “Es maravilloso, es como volver veinte años atrás.
Sabemos que es temporal, pero tenemos que aprovecharlo”, celebra Laia, mientras intenta, sin éxito, convencer a su pequeña para tomarse un retrato juntas. ¿Vivir sin turistas? El antiguo barrio pescador de la Barceloneta, escenario en los últimos veranos de protestas contra las fiestas y el incivismo de algunos turistas, sufre ahora otro tipo de invasión.
Su playa, la más popular de Barcelona, habitualmente copada de bañistas y vendedores ambulantes, se transforma cada mañana en un gran gimnasio al aire libre, donde los barceloneses van a correr, nadar o pasear. “Normalmente yo no vengo a estas playas (…) Ahora da más gusto.
Además, el agua está más limpia”, dice Emma Prades, psicóloga de 43 años. Las playas de Dubrovnik, la “perla del Adriático”, también estaban casi vedadas para sus 42.000 habitantes, que buscaban refugio en los peñascos y las islas que rodean esta ciudad amurallada donde se rodó parte de la serie “Juego de tronos”.
Los cruceros no atracan ya en su pequeño puerto y su laberinto de calles de mármol se sume en el silencio. “Hemos podido relajarnos un poco durante estos dos, casi tres meses”, explica Mladen Kriz, técnico de telecomunicaciones de 43 años.
“Extrañaremos esta época (…) No estoy en contra del turismo, sino contra sus excesos.
Esta crisis es la prueba de lo peligroso que es apostar todo a una industria”, afirma. En Venecia, paradigma de un destino devorado por el turismo, habitantes, comerciantes y hoteleros quieren aprovechar esta dura crisis para apostar por la calidad y no la cantidad de turistas (30 millones anuales en la Ciudad de los Canales). Muchos llegan en crucero, pasan unas horas en la ciudad con la mochila en la espalda y una botella de plástico en la mano y se van, en un modelo que los italianos han llamado “mordi e fuggi” (morder y marchar).
“Llevábamos años advirtiendo de que esto podía saltar por los aires”, recuerda Martí Cuso, educador social de 30 años que denuncia desde hace años la invasión turística del centro de Barcelona y la expulsión de la población local.
Ahora, mientras otros distritos recuperan el latido con la apertura de pequeños comercios, su barrio Gótico y el emblemático paseo de La Rambla son una sucesión de persianas bajadas. “Ahora, desgraciadamente, se ven las consecuencias: el monocultivo turístico ha generado un desierto”, lamenta.