Así que no, no fue la claustrofobia ni las peleas lo que nos separó. Fue el deber militar.
Mi novio recientemente dejó de hablarme durante siete semanas. Cuarenta y nueve días consecutivos sin llamadas, mensajes de texto ni conversaciones cara a cara. En la era de las historias de Instagram y la comunicación instantánea, es extraño no tener contacto alguno con alguien que amas.
Pero esto es aún más extraño: antes de esos 49 días de silencio total, él y yo habíamos compartido 48 días seguidos de conversación constante, después de haber pasado casi todos los momentos de vigilia y sueño a pocos metros de distancia en cuarentena. Al final de eso, todavía ansiábamos la compañía del otro.
Así que no, no fue la claustrofobia ni las peleas lo que nos separó. Fue el deber militar. Él tenía que asistir a la Escuela de Candidatos a Oficiales del Cuerpo de Marines en Virginia, mientras que yo tenía que quedarme en Oklahoma.
En el momento en que llegó a Quantico, los instructores le confiscaron el teléfono y arrojaron sus pertenencias a la lluvia mientras gritaban insultos y órdenes, deteniéndose solo para tirar a un lado su bolsa Ziploc llena de nuestras tarjetas de aniversario y fotografías juntos.
O eso imaginé. En realidad, no lo sabía porque él no podía decírmelo.
Meses antes, cuando aún éramos estudiantes universitarios a tiempo completo, me di cuenta de lo poco que sabía del ejército, y mucho menos de lo que significaba ser la novia de un militar. En la noche de nuestra quinta cita, me dijo que había firmado un contrato ese día con los Marines, con el que comprometía sus dos últimos veranos antes de graduarse al entrenamiento y sus primeros cuatro años después de graduarse a servir como oficial.
Lo primero que pensé fue esto: “¿Seguiremos luchando en las guerras dentro de cuatro años?”. Lo siguiente fue: “¿Seguiremos estando juntos?”.
A medida que nuestra relación se profundizaba, me hice a la idea de la jerga y el estilo de vida militar. Hacía ejercicios de barra mientras lo veía correr por la pista con botas de agujetas largas. Leía poesía mientras él estudiaba los valores fundamentales de los Marines. Escuché, horrorizada, cómo describió el Quigley, una prueba de resistencia que requería que los candidatos nadaran sumergidos y con un arma por delante, a través de tuberías y alambre de púas, despejando serpientes y lodo a lo largo del camino.
También tenía pesadillas en las que iba a la batalla y regresaba solo una bandera. Ni siquiera había comenzado la etapa del campo de entrenamiento. Éramos estudiantes universitarios, protegidos y privilegiados en muchos sentidos. Sin embargo, me despertaba entre lágrimas. No podía siquiera imaginar perderlo durante siete semanas porque debía ir a la escuela de candidatos a oficiales, algo un poco exagerado, lo admito, ahora que la gente de todo el país ya está lidiando con largas separaciones, despliegues o algo peor.
Dudábamos en decirle a nuestros amigos lo comprometidos que estábamos, no fuera que nos juzgaran por habernos enamorado demasiado pronto. Dado lo que vino después, podrían haber tenido razón.
Después de solo tres meses de noviazgo, nos mudamos juntos, aunque no por las razones que normalmente tienen las parejas jóvenes. A medida que la pandemia se extendía por Estados Unidos, les decían a los estudiantes que dejaran el campus y no volvieran. Él y yo decidimos confinarnos en la casa de mi infancia en Oklahoma —con el visto bueno de nuestras familias— y en secreto me alegré de que la pandemia hubiera permitido que sucediera.
Para las próximas semanas de separación, preparamos un plan. No podríamos tener visitas; el coronavirus lo volvió imposible. No habría comunicación electrónica; no tendría ni celular ni computadora.
Eso nos dejaba el correo tradicional. Resolví escribirle cartas, una por cada día que estuviéramos separados, 49 en total.
El día de su vuelo de salida, conduje hasta el aeropuerto antes del amanecer; todas las tiendas estaban cerradas y las carreteras, vacías. En la terminal, nos besamos, tras quitarnos los cubrebocas un momento. Luego se abrió paso a través de las líneas de seguridad, deteniéndose en el escáner corporal de la TSA, y se despidió por última vez. Antes del amanecer, ya se había ido.
Esa noche le escribí mi primera carta. Hacía años que no escribía el tipo de carta que se mete en un sobre y se envía con un sello. Pero hay una cosa que ahora sé: si quieres volver a enamorarte de alguien, intenta escribirle cartas sobre cómo te enamoraste en primer lugar.
Escribí sobre nuestro primer beso en el otoño de Nueva Inglaterra, lleno de montones de hojas que escarbamos para escoger nuestras favoritas e intercambiar las más vibrantes.
Escribí sobre la vez que escaló un muro de dos metros para poder meternos al observatorio de nuestra escuela durante la primera nevada de la temporada y miramos, en miniatura, el alboroto que se vivía abajo en el campus con toda la nieve.
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