El presidente llega al ecuador de su mandato con la necesidad de impulsar una política de seguridad que rompa con la inercia de los últimos 15 años

Del 1 de diciembre de 2018 al 30 de noviembre de este año, primer trienio de la actual administración, México registró 105.804 víctimas de asesinato. Se trata de una cifra difícil de valorar por su rotundidad, porque no hay periodo comparable en la historia reciente, ni siquiera los peores años del sexenio de Felipe Calderón (2006-2012), que emprendió la llamada guerra contra el narcotráfico.

De acuerdo con el país, el Gobierno, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, mira de momento para otro lado, señalando logros menores, reducciones puntuales o cambios de inercia imperceptibles. Esta misma semana, el mandatario celebró que un día solo se registraron 68 homicidios. Los datos, del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad del Gobierno, reflejan la ineficacia de la estrategia de seguridad, basada en el despliegue masivo de tropas federales y su teórica contención, publicitada desde la campaña electoral, hecho diferencial con las administraciones anteriores.

Así lo defendía entonces el equipo de López Obrador, que señalaba errores y horrores en los métodos de Calderón y Enrique Peña Nieto (2012-2018), su sucesor, capaces de lanzar al Ejército contra el pueblo. No les faltaba razón: la sustitución creciente de policías por militares en tareas de seguridad había generado un problema de letalidad difícil de defender.

Cuantos más militares en las calles, más denuncias por violaciones a los derechos humanos. Ocurre, sin embargo, que la desaparición de los policías del escenario se ha acentuado durante el actual Gobierno en favor de los militares.

En sus primeros meses, López Obrador impulsó la creación de una nueva corporación, la Guardia Nacional, consagrada en la Constitución. Sustituta de la corrupta e insalvable Policía Federal, pensada como un híbrido entre lo civil y lo militar, la rama castrense acabó imponiéndose: la mayoría de sus integrantes son militares, igual que sus mandos.

Aunque organizaciones de la sociedad civil consiguieron que el cuerpo dependiera orgánicamente de la Secretaría de Seguridad Ciudadana, este mismo año el presidente señaló su intención de adherirla a la Secretaría de la Defensa. La preferencia por militares o policías no es menor.

Expertos en seguridad han señalado estos años la necesidad de desplegar personal capacitado en atención ciudadana y no en estrategias de guerra.

Policías entrenados, con buen salario, fiscales con una carga de trabajo menor. Pero el Gobierno insiste en que la acumulación de efectivos, ahora vestidos de un color distinto al verde castrense, es una apuesta segura a largo plazo. De momento, regiones como Zacatecas, Guanajuato, Sonora o Michoacán funcionan al margen de los deseos de Palacio Nacional. Falta por ver además si la letalidad de la Guardia Nacional es menor a la del Ejército de sexenios pasados.

Hasta la fecha apenas hay datos de 2020. O la letalidad del mismo Ejército, todavía en las calles, con un historial de opacidad sobre sus propios operativos que no ha cambiado en el nuevo Gobierno.

No está claro tampoco el efecto de la política de seguridad del Gobierno en el quehacer criminal, de la misma manera que resulta difícil separar asesinatos y otros delitos cometidos en un contexto de economías ilícitas, del resto de delitos. Igual que en los años de Calderón o Peña Nieto Los Zetas, La Familia Michoacana o los Caballeros Templarios asolaban territorios, ahora lo hace el Cartel Jalisco, grupos criminales de las sierras de Morelos y Guerrero, mafias incubadas durante la edad de oro del huachicol en Guanajuato o Tamaulipas, desde luego el Cartel de Sinaloa… No es tanto el narcotráfico como la capacidad de la delincuencia de explotar la economía a su antojo, extorsionando industrias legales, impulsando sus propios caminos productivos gracias a corruptelas eternas.

Porque es la corrupción la constante en la ecuación de la violencia. También la impunidad, galopante como siempre. Ambas manan de fallos del Estado a todos sus niveles, desde el federal al local. Son los funcionarios corruptos, pero también las estructuras que los sostienen. Y la incapacidad del sistema de justicia para que paguen.

Si a todo ello se le suma la estrategia de contención, el “abrazos no balazos” del presidente, el resultado son situaciones como la de Culiacán, hace ya más de dos años, cuando criminales obligaron al Estado a soltar al hijo de Joaquín El Chapo Guzmán tras un operativo, para evitar, dijeron, un baño de sangre en la capital de Sinaloa.

A falta de saber cómo cierra 2021, lo cierto es que México acabará el año de nuevo con más de 30.000 homicidios, igual que el anterior y el anterior. Puede que haya un ligero descenso en el número de víctimas cuando se acumulen los casos de diciembre, algunas decenas, quizá algún centenar. Y puede que desde el Gobierno se explique como una pequeña victoria, una tendencia. Pero los números son los que son y todo lo que no apunte a un bajón exponencial en los próximos meses difícilmente podrá ser catalogado de éxito.

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