Poco o nada digno de confianza sabemos de la gran fundación religiosa en Kill-dara (el templo del encino) y de la regla ahí practicada.
Las numerosas «vidas» de santa Brígida escritas por sus compatriotas en los cuatro primeros siglos después de su muerte, no ofrecen material para una relación completa de su vida. Sin embargo, no cabe duda de que hay que contarla entre los santos más grandes y venerados, cuya virtud ha dado gloria a Irlanda y ayudado, al menos indirectamente, a la cristianización de Europa.
Los vivos recuerdos conservados en el corazón del pueblo, llevan un extraordinario espíritu de caridad. La mayoría de los numerosos y fantásticos milagros que figuran en las crónicas de su vida fueron su respuesta a súplicas que provocaron su compasión o despertaron su sentido de justicia. Sacaríamos una conclusión completamente falsa si pensáramos, como muchos lo han hecho, que siendo tan increíbles los incidentes que de ella se refieren, la existencia de la santa es un mito.
El pueblo irlandés, más que otros, es imaginativo y entusiasta y, en consecuencia, muy celoso de sus objetos de veneración. Hubiera parecido como rebajar su dignidad el apuntar sólo cosas ordinarias y posibles de la que llaman «la María de los irlandeses», a quien consideraban como patrona de todas las buenas irlandesas. Así como a san Patricio y también a los héroes menores de la santidad se atribuyeron extrañas maravillas, así no le podía faltar a ella su corona: pues ¿no eran Patricio y Brígida «las columnas de Irlanda»? No valía la pena un relato de hechos prosaicos; en otras palabras, estos eran indignos de una persona tan excelsa. Es importante que nos demos cuenta clara de esta curiosa mentalidad, si no queremos confundirnos con las extravagancias que abundan en colecciones como la de Plummer «Bethada Náem Erenn» o en el «Book of Lismore».
Análoga precaución hay que tener con toda la hagiografía medieval; pero especialmente en las leyendas trasmitidas por los celtas. Había que relatar maravillas y prodigios heroicos; y si faltaban, el escritor sufría el castigo de ver que su obra era despreciada por rancia e inútil. Este gusto por lo sensacional entre almas sencillas y cándidas, explica por qué en la primitiva hagiografía, por cada manuscrito de las «acta sincera» -o informes verídicos sobre el martirio- poseemos otros cincuenta, con tantas deformaciones y ornamentos, que bien podrían pasar por una novela.
Así pues, lo que podemos afirmar con certeza respecto a la vida de santa Brígida es realmente poco. Probablemente nació a mediados del siglo quinto en Faughart, cerca de Dundalk. Es indudable que desde temprana edad se consagró a Dios; pero parece muy dudoso que haya recibido el «velo» de manos de san Maccaille en Mag Teloch y que haya sido consagrada por san Mel en Ardagh. La dificultad aumenta por la glosa añadida al himno de san Broccan: «San Mel le confirió la dignidad de obispo», y por ello la sucesora de Brígida «tiene derechos y honores episcopales».
El P. John Ryan discute el problema en Irish Monasticism, y concluye que «esta historia fue el resultado de los honores excepcionales tradicionalmente tributados a la sucesora de santa Brígida en Kildare, y que en algunos aspectos pueden compararse con los que se tributan a los obispos en la Iglesia». Pero es bastante extraño, que fuera del relato de Cogitosus, no se insista en las «vidas» de la santa en la fundación del monasterio de Kildare; tanto más, cuanto que dicha fundación parece haber sido el gran hecho histórico de su carrera, y que en cierto sentido la convirtió durante muchos siglos en la madre ejemplar de las vírgenes irlandesas.
Quizá nos demos cuenta del tono general de las «vidas» primitivas, con algunos párrafos de las lecciones del Breviarium Aberdonense: Santa Brígida, a quien Dios previo y predestinó para que creciera a semejanza suya, nació de noble familia escocesa [i.e. irlandesa]; su padre fue Dubthac y su madre Brocea, y desde su niñez progresó en todo bien. Esta doncella elegida por Dios, muy juiciosa y llena de sabiduría, siempre buscó lo más perfecto. Su madre la enviaba a recoger la mantequilla que hacían las mujeres con la leche de las vacas y ella se la daba toda a los pobres.
Cuando las demás volvían con la carga, la joven trataba de restituir el producto que había tomado y, con tierna confianza, volvía su corazón al Señor y le pedía, por intercesión de su Madre, que devolviese la mantequilla con creces. A su debido tiempo, cuando sus padres desearon que contrajera matrimonio, hizo voto de castidad; lo hizo en presencia de un santo obispo y tocó con la mano el pilar de madera sobre el cual se apoyaba el altar. En memoria de la acción de esa joven, hace largos años esa madera permanece todavía verde, y como si no hubiera sido cortada y despojada de su corteza, florece en sus raíces y sana a innumerables tullidos.
Santa y fiel como era, viendo Brígida que se acercaba el tiempo de sus esponsales, pidió al Señor le enviara alguna deformidad para frustrar la importunidad de sus padres: se le reventó un ojo y se le derramó por dentro. Y así, habiendo recibido el santo velo, Brígida, junto con otras vírgenes consagradas, permaneció en la ciudad de Meatr, donde Nuestro Señor, por su intercesión, se dignó obrar muchos milagros. Curó a un extranjero por nombre Marcos; proporcionó cerveza de un solo barril a dieciocho iglesias, y la bebida alcanzó desde el Jueves Santo hasta el fin del tiempo pascual. A una mujer leprosa que le pedía leche, le dio agua fría, porque no tenía otra cosa; el agua se convirtió en leche, y cuando la mujer la hubo bebido, quedó sana. Curó a un leproso y dio vista a dos ciegos. Una vez cuando iba de viaje para acudir a un llamado urgente, al cruzar un arroyo se resbaló y se hirió en la cabeza; con la sangre que manó de la herida dos mujeres mudas recobraron el habla. Un buen día, a un criado del rey se le cayó de las manos una preciosa vasija y se rompió; para que no lo castigaran, Brígida la compuso totalmente.
Entre éstas y muchas otras extravagancias parecidas, hay algunas hermosas leyendas; especialmente la que se refiere a una monja ciega, Dará, cuyo relato no podrá hacerse mayor que con las propias palabras de Sabire Baring–Gould:
Una tarde, al ponerse el sol, Brígida estaba sentada con la hermana Dará, una santa monja que estaba ciega: hablaban del amor de Jesucristo y de los gozos del paraíso. Sus corazones rebosaban en tal forma, que la noche voló mientras conversaban y no se dieron cuenta de que habían pasado muchas horas. Entonces salió el sol tras las montañas de Wicklow, y su luz pura y blanca vino a iluminar y a alegrar la faz de la tierra. Brígida suspiró al ver la hermosura del cielo y de la tierra: sabía que los ojos de Dará estaban cerrados a toda esta belleza. Inclinó entonces la cabeza y rezó; extendió su mano e hizo la señal de la cruz sobre las apagadas órbitas de la dulce hermana. Entonces cesó la oscuridad, y Dará vio la esfera dorada en el oriente y los árboles y las flores, que brillaban, con el rocío a la luz de la mañana. Se quedó mirando un instante y luego, volviéndose a la abadesa le dijo: «querida Madre, le ruego vuelva a cerrar mis ojos, porque cuando el mundo está así de visible a los ojos, el alma ve menos claramente a Dios». Entonces Brígida oró una vez más, y los ojos de Dará volvieron a obscurecerse.
Poco o nada digno de confianza sabemos de la gran fundación religiosa en Kill-dara (el templo del encino) y de la regla ahí practicada. Se supone generalmente que era un «monasterio doble», es decir que incluía hombres y mujeres, pues tal era la práctica común entre los celtas. Es muy posible que santa Brígida presidiera ambas comunidades, y no sería caso único. Pero el texto de las reglas -en la Vida de san Kieran de Clonmacnois se menciona la «regula Sanctae Brigidae»- no parece haber sobrevivido. Más de seis siglos después, Giraldus Cambrensis coleccionó algunas curiosas tradiciones referentes a esta fundación. Dice, por ejemplo: «En Kildare de Leinster, renombrado por la gloriosa Brígida, hay muchas maravillas dignas de mención.
Principalmente el fuego de Brígida, que llaman inextinguible; no porque no se pueda apagar, sino porque las monjas y santas mujeres alimentan y avivan el fuego tan ansiosa y puntualmente, que desde la época de la virgen, ha permanecido encendido durante siglos y nunca se han acumulado cenizas, aunque en tanto tiempo se haya consumido tan grande cantidad de madera. En tiempos de Brígida, veinte monjas servían aquí al Señor. Ella era la vigésima y cuando gloriosamente partió, quedaron diecinueve y no han pasado de ese número. Los monjas se van turnando cada noche para cuidar el fuego, y cuando llega la vigésima noche viene la última doncella y colocando suficiente leña dice: «Brígida, cuida ese fuego tuyo, porque a ti te toca esta noche.» Y por la mañana encuentran el fuego todavía encendido y el combustible consumido en la forma acostumbrada. El fuego está rodeado por una valla circular de arbustos, dentro de la cual ningún hombre entra, y si alguno se atreviera a entrar, como algunos temerarios lo han intentado, no escapa de la venganza divina».
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