‘Recordar, es no dejarlos morir: viven en nuestra memoria, nos visitan esos días y por ello, les ofrendamos lo que tanto gustaban’.

‘Recordar, es no dejarlos morir: viven en nuestra memoria, nos visitan esos días y por ello, les ofrendamos lo que tanto gustaban’ y lo que más gustaba en casa, era el Punche que se preparaba precisamente para ellos.

La segunda quincena de octubre estaba marcada por la intensa preparación de guisos y dulces para la Ofrenda Familiar, que cada año se ponía la mañana del último día del mes y se levantaría la tarde del día 2 de noviembre: todos – especialmente los niños – participábamos en su colocación bajo la atenta dirección de los mayores, que daban toda clase de indicaciones: primero el reacomodo de muebles de la estancia para dar cabida a la gran mesa, luego los blancos manteles y servilletas a usar, donde colocar los sahumerios, los candeleros para las velas, los fruteros y platones para la comida, la posición de los portarretratos de los tatarabuelos y bisabuelos ‘que se nos adelantaron’: absolutamente todo tenía un significado y una razón de ser.

De toda la extensa variedad de dulces que la bisabuela Valito preparaba, había uno que era nuestro indiscutible favorito: el poblanísmo Punche de Todos Santos. Sólo lo preparaba para ésta festividad y tardé muchos años en descubrir porqué.

‘Vamos al molino del Parral por la harina de maíz, así que llévate una bolsa grande de ixtle’ me ordenaba. Don Jacinto, que así se llamaba el dueño del establecimiento, conocía a mi bisabuela de muchos años atrás, de cuando la Ciudad era pequeña y cada barrio tenía su molino de nixtamal. Cada octubre, uno de sus molinos de piedra estaba dedicado solamente a la molienda en seco, de granos de maíz azul, que le traían de Cholula. Las brillantes mazorcas las recibía en sacos de fibra de maguey que apilaba sobre tarimas de madera.

Ya en casa, la harina era ‘desleída’ en leche entera, pasada por un cedazo cuya trama estaba elaborada con crines de caballo y que únicamente era usado para éste dulce: se compraba en las jarcierías, casi siempre en El Potro Alazán de la 2 oriente, y se guardaba celosamente todo el año. Al pasar la mezcla por el cedazo, éste retenía las cascarillas del grano de maíz y dejaba pasar únicamente el almidón, que cocido con azúcar y perfumado con agua de azahares, resultaba tras largas horas de cocción, en el más poblano de los dulces y que nuestros difuntos venían ansiosamente a degustar.

#tipdeldia: Tanta fama dio a Puebla ese dulce, que azulejos de ese color de nuestra cerámica estannífera – la Talavera – fueron llamados así: azul punche. Algunos de ellos, ya muy pocos, aún decoran la portada de entrada al Convento de Nuestra Señora del Carmen, en la esquina de la 17 oriente y 16 de septiembre.

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