Sólo conservo uno de los batidores de Don Heladio y lo atesoro en mi cucharero.
Quise acompañar de compras a la bisabuela Valito esa mañana y sólo muchos años después, supe la importancia que tuvo esa decisión, para mi formación en la Cocina Tradicional. Caminamos desde la Iglesia de San Roque hacia el Portalillo del Teatro Principal, y en la esquina de la 4 oriente, en la antigua Calle del Parián, entramos en una hermosa pero vetusta casa de vecindad, conocida como la Casa de Puig. Todo era bullicio en el primero patio: mujeres platicaban mientras lavaban ropa, niños corrían. La bisabuela atravesó conmigo el primer patio y llegamos al segundo, donde la situación cambió totalmente: la oscura humedad y el silencio llenaban el espacio, sólo la puerta de una accesoria estaba abierta.
Llamamos a la puerta y al cabo de un sólo instante, una pareja de ancianos, muy morenos y de cabeza completamente cubierta por crespos encanecidos, asomó de la penumbra y con una amplia sonrisa reconocieron de inmediato a la bisabuela. Doña Fortunata y Don Heladio habían vivido en esa casa de vecinos desde jóvenes; ella dedicada al hogar y él, el mejor artesano de utensilios de madera para cocinas que Doña Valeriana Arenas – como le decían cariñosamente – conocía. Desde niño aprendió el oficio de su padre, y diligentemente se sentaba en el quicio de la puerta de su accesoria, cada mañana a fabricar molinillos y batidores. Empleaba un ingenioso artilugio hecho con piezas de madera y cuerdas de fibras de maguey – llamado torno de violín – y hábilmente con sus pies y manos, lo echaba a andar, para con una cuchilla metálica modelar trozos de madera – previamente labrados con su hachuela – hasta fabricar elaborados molinillos llenos de vistosas arandelas.
‘Necesito un batidor, de los que Usted fabrica, porque son los únicos que acostumbro a usar para el capeado de los chiles. Si uso los de globo metálico que están tan de moda en estos tiempos, simplemente no me levantan las claras’, aseveró la bisabuela. Terminó comprando dos batidores y luego pidió también dos molinillos para chocolate, que Don Heladio fabricaba y además incrustaba con pedacitos de hueso de buey en la base, para evitar el desgaste. Agradecimos la venta, la bisabuela preguntó por la salud de Doña Fortunata y nos despedimos. Salimos a la algarabía del primer patio y de ahí a la calle, con nuestras compras a buen resguardo dentro de la bolsa de ixtle, de vistosas franjas de colores que la bisabuela siempre sacaba para las compras.
En casa la bisabuela lavó los utensilios de madera recién comprados con zacate y jabón, y los dejó escurrir y secar a la sombra, para evitar se torcieran. Efectivamente, ese año las claras del capeado de los chiles subieron como siempre, gracias al magnífico batidor, y a la destreza manual de la bisabuela. Muchos años después, volví acompañarla a la Casa de Puig para comprar más batidores. Cruzamos el primer patio y al llegar al segundo, notamos que la accesoria que buscábamos estaba tapiada con ladrillos. Preguntamos a los vecinos por Don Heladio y Doña Fortunata y solo nos dijeron que habían muerto, por causas naturales, muy poco tiempo después uno de otro.
Preguntamos por la familia y nos dijeron que no tuvieron descendientes y que sus pertenencias habían sido repartidas entre los mismos vecinos.
Sólo conservo uno de los batidores de Don Heladio y lo atesoro en mi cucharero. Es un prodigio de la capacidad artesanal poblana: sobre un mango modelado a mano con el torno de violín, se encuentran insertados en forma escalonada, pequeños trocitos cilíndricos de madera, para que, con el movimiento cadencioso de la mano experta, se logre introducir la mayor cantidad de burbujas de aire a las claras durante el batido y las proteínas del huevo – llamadas genéricamente albúminas – las atrapen y las retengan, creando una espuma tridimensional estable, que conocemos como merengue.
Toda la sapiencia popular para la fabricación en Puebla de batidores de madera se ha ido con Don Heladio. Él aprendió el oficio de su padre, quien, a su vez del abuelo, recibió el torno y las enseñanzas. Es cierto que hoy en día tenemos batidoras eléctricas que sin esfuerzo producen merengues estables y con ellos capeado de chiles de excelente calidad.
Pero también es cierto, que todas esas máquinas modernas fueron creadas copiando en gran medida, los diseños antiguos que artesanos poblanos como Don Heladio perfeccionaron. Y no sólo eso: somos herederos de los productos de sus habilidades artesanales y también de toda la sapiencia que aportó su comunidad a Puebla. Ellos eran de los pocos afro-poblanos que conocí de niño y que ahora no reconozco por ningún lado. Cada vez que me pregunto donde se encuentran los herederos de los esclavos africanos que en nuestra Ciudad en el S.XVIII se contaron por miles, con enorme alivio y muy agradecido por ello recuerdo, que se encuentran en nuestro genotipo, y no más en nuestro fenotipo. Es decir, a lo largo de los siglos, la mezcla de personas en Puebla ha sido tan intensa, que ya casi no nos reconocemos – afortunadamente – por la raza de donde venimos, sino que formamos cada vez más, un conjunto de personas libres y orgullosas de nuestra historia.
Al menos, eso espero.
¡Charlemos más de Gastronomía Poblana y ‘’a darle, que es Mole de Olla’’
!
#tipdeldia: Cada vez que veamos a artesanos en los mercados ofrecer sus productos, recordemos que son herederos y depositarios de tradiciones y de tecnologías que llevaron a que sus utensilios contribuyeran a la gran Cocina Tradicional que hoy tenemos.