Cuando se hace oficial la muerte por ésta causa, la familia debe enfrentarse a una sociedad atemorizada que no reacciona con empatía y que juzga a los familiares e incluso al fallecido por “no haberse cuidado”
@GabrielaFor
Toda la situación que estamos viviendo resulta muy preocupante, tanto por el riesgo de contagiarnos de una enfermedad que no tiene tratamiento eficaz ni pronóstico claro, como el del perder a un ser querido en circunstancias que serían dignas de las peores pesadillas.
La pérdida de un ser querido por COVID-19 no sucede hasta que muere, sino en muchos casos ocurre desde que ingresa solo al hospital, pues su familia no vuelve a verlo ni siquiera para despedir el cuerpo, pues por la fácil transmisión de la enfermedad, la cremación es obligatoria y los rituales funerarios, limitados a cierto número de personas.
Se hace imposible despedirse o siquiera sostener la mano del ser querido mientras muere, no se le puede proporcionar tranquilidad ni compañía y la persona muere rodeado de extraños, en un lugar tan frío como lo es cualquier hospital.
Es cierto que nuestro sistema de salud, ya de por sí estaba colapsado desde hace mucho y en el que el personal de salud se ha acostumbrado a trabajar con lo mínimo indispensable conlleva un costo alto, pues en la resolución de lo urgente, muchas veces no hay sitio para lo importante como lo es la humanización en el proceso de enfermedad y muerte, que se traduce en una muerte digna. Si bien es cierto, que existen historias donde el personal de salud intenta aminorar el impacto emocional que implica no estar cerca de un ser querido enfermo, a través del intercambio de cartas o videollamadas, la gran mayoría de los decesos registrados, lo hacen sin el derecho real a una muerte digna.
Se entiende perfectamente que el personal de salud esté enfocado en tratar la enfermedad, pero no podemos olvidar que somos seres integrales y que tanto para el enfermo como para la familia, el impacto emocional no termina cuando se da el alta o se entregan las cenizas.
El duelo inicia desde la sospecha de la enfermedad, pues todo se vuelve incierto y angustiante. Las primeras etapas de shock y negación se alargan porque se intentan pensar otras opciones antes de poder asimilar que se padece COVID, pero cuando aparecen los síntomas graves como la dificultad para respirar, ya es innegable y el impacto de ser hospitalizado a solas, con pronóstico reservado y sin apoyo familiar, desata que las etapas de depresión y enojo, se precipiten en el enfermo que en los casos donde deben ser conectados a un respirador y ser sedados, se interrumpe y en muchos casos no llega a concluirse pues el deterioro es muy rápido.
Para las familias transcurre de una forma parecida, pero la etapa de negación se puede alargar mucho más al no tener noticias de su enfermo y muchas veces tan solo obtener actualizaciones del estado, cuando les comunican la muerte. Esto ha llevado a que muchas personas aferradas a dicha negación, traten de buscar culpables o crean teorías que les devuelvan la esperanza de que su ser querido no está muerto o que si lo está, no fue a causa de coronavirus pues los confronta a la posibilidad de padecerlo también.
Cuando se hace oficial la muerte por ésta causa, la familia debe enfrentarse a una sociedad atemorizada que no reacciona con empatía y que juzga a los familiares e incluso al fallecido por “no haberse cuidado” y lejos de ser el apoyo que necesita una familia en duelo, la sociedad reacciona con rechazo y termina sumiendo en el aislamiento a los dolientes, por miedo al contagio. Entonces la familia debe enfrentar un duelo de por sí complicado, al no haber podido despedirse, al no haber estado a lado de su ser querido cuando falleció y sin tener la posibilidad si quiera de verlo, una vez fallecido. Eso se suma a no haber podido decidir sobre sus restos mortales, pues la cremación es obligatoria y no poder congregarse con demasiada gente durante los ritos funerarios, ni realizar ritos religiosos pues los centros religiosos se encuentran cerrados y las reuniones en casa tampoco se permiten, sumando además que si las personas cercanas saben de la causa de muerte, es muy probable que no acuda por miedo.
Todo lo anterior repercute en el proceso de duelo de la familia, pudiendo desencadenar incluso un duelo patológico, que requiera de intervención profesional para poder asimilar lo ocurrido y procesar la pérdida.
Debemos entender que detrás de las miles de muertes que figuran en las cifras oficiales, hay miles de familias sufriendo por la ausencia de un ser querido y que requieren de nosotros como sociedad, un mínimo de empatía y comprensión para reanudar sus vidas y reajustar su mundo interno a su nueva realidad. Tratemos brindar apoyo a quienes están atravesando por ésta terrible situación, tan sólo es necesaria la escucha activa, la ayuda práctica o por lo menos el no juzgar a las víctimas.
Espero que lo anterior les haya sido de interés y que aprendamos a pensar un poco más en las necesidades ajenas. Recuerden que esperamos sus comentarios a través de nuestras redes sociales.
¡Hasta pronto! Nos leeremos nuevamente desde el diván.