No habrá tentación monárquica de fin de sexenio, como la tuvieron los Fox-Sahagún, en Puebla los Moreno Valle-Alonso Hidalgo y tantos otros.
El anuncio de Andrés Manuel López Obrador de que su esposa, Beatriz Gutiérrez Müller, no aspirará a ningún cargo, una vez que el tabasqueño terminé su mandato, debe tener lecturas certeras sobre la visión monumental que el Presidente tiene de sí mismo, ante el espejo de la historia.
También, sobre la resistencia a las tentaciones monárquicas que todos los gobernantes, hombres y mujeres, de todos los tiempos, tienen desde el asiento cómodo y altanero del poder, de heredarlo.
Para Puebla, especialmente, el descarte que en la conferencia matutina en Palacio Nacional, este martes, hizo el mandatario de su consorte, despeja las especulaciones sobre que la escritora, investigadora y académica sería candidata al gobierno del estado.
Eso nunca estuvo, realmente, en el escenario de lo posible y mucho menos en el escenario de lo deseable.
En primer lugar, porque el interés que Beatriz ha mostrado en la vida pública tiene otras dimensiones y otras canchas. Le entusiasma más la vida diplomática, pues con harta disposición ha asumido la representación de su esposo en actos protocolarios en otras naciones.
Ex compañeros suyos de cuando fue reportera en Puebla, antes de irse a la Ciudad de México como funcionaria del entonces Gobierno del Distrito Federal, aseguran que Gutiérrez Müller siempre manifestó un cierto desdén a la vida poblana y a su ritmo aldeano.
De acuerdo con los testimonios, ella se concibió, y de ahí su apresuramiento a salir de la ciudad capital y del estado, para participar en otras ligas profesionales. No tendría por qué haber cambiado sus pretensiones cosmopolitas. Es más, parecieran haberlas acrecentado.
Pero hay razones más poderosas del porqué Beatriz no ocupará ningún cargo formal -no descartemos que una vez que Claudia Sheinbaum llegue a la Presidencia, ella pueda encabezar, como ahora, alguna posición “informal”- y tiene que ver con el compromiso y la visión, delante del espejo de la historia, que el Presidente de la República tiene de sí mismo.
López Obrador se ve y se proyecta como demócrata. Se mira y pretende que lo miren como un hombre de izquierda genuina.
Es, para sí y para muchos más, el refundador del país y hasta el padre de una ideología latinoamericana de nueva generación. Y sobre todo, es el Enorme Caudillo.
Andrés Manuel no podría consentir que, por aquellas tentaciones del poder o por fomentar la carrera política -genuina y casi legítima- de su esposa, quedara manchada la huella trascendental que pretende legar.
Una mácula en un hombre de su estatura histórica es impensable, intolerable e innecesaria. Por eso, antes que nada, Beatriz no ocupará ningún cargo formal, pero que no se descarte el informal.
Eso sí, no irá ella a la boleta. A ninguna.
Lo dijo López Obrador con agilidad, en su mañanera del martes, porque seguramente es una reflexión y discusión que han tenido en la intimidad de Palacio Nacional, los dos. Sin embargo, lo reconoció, no necesariamente se lo consultó antes a Beatriz.
“Beatriz, aprovecho para decirles, que no aspira a ningún cargo, es lo que ella me ha manifestado y creo que en su momento lo va externar… y ella va seguir como maestra y como investigadora eso es lo que me ha dicho y en su momento creo que lo va expresar.
“Ya no quiero hablar porque es una mujer con criterio, independiente, y no me vaya a reclamar de que para qué estoy de vocero, de zalamero dirían en el pueblo”, dijo el Presidente.
Hay quienes verán su declaración con un tremendo tufo machista. Puede ser, pero más todavía es un anuncio, desde la visión política, con autoridad jerárquica y también familiar.
No habrá tentación monárquica de fin de sexenio, como la tuvieron los Fox-Sahagún, en Puebla los Moreno Valle-Alonso Hidalgo y tantos otros.
Una monumental estatura en la historia bien vale un amargo pleito de alcoba.