Prefiero ser profana y someterme al castigo de tu indiferencia. Que arda el que deba arder y que se convierta en cenizas.
Decía Eurípides, poeta trágico griego: “Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”; así que, desde entonces, los seres humanos, en especial las mujeres, nunca nos percatamos que nos lanzan al abismo cuando somos catalogadas como locas o frenéticas.
En el siglo XIX eran diagnosticadas como enajenadas las mujeres que coqueteaban, que bebían alcohol, que se masturbaban, que se excitaban de más cuando eran penetradas, o cuando tenían el atrevimiento de opinar en público. Encerradas en manicomios, se las disciplinaba mediante mecanismos de poder como golpes, violaciones, baños de agua y toques eléctricos; la mayoría morían en esos sitios lúgubres.
Dos siglos después podemos coquetear, beber, excitarnos y masturbarnos; ya no seremos encerradas en un manicomio, pero los vigilantes de la moral todavía nos señalarán como putas.
Si opinamos, si levantamos la voz o manifestamos nuestras diferencias de pensamiento respecto de los hombres que ostentan poder, nos catalogarán como enajenadas, como locas que no saben obedecer órdenes, que no saben dirigir empresas, escuelas o ciudades; en fin: que no respetan a los hombres.
Ellos se sienten profanados, como si sus rangos —dados por cargos de elección popular—, sus ascensos laborales, su herencia o linaje, o su sola presencia fueran sagrados. Por eso, los hombres de poder nos anularán con el vox pópuli, solo por opinar diferente a ellos.
Locas, lesbianas, alcohólicas, conflictivas, revoltosas, putas, muertas de hambre, serán algunos de los calificativos con los que nuestro nombre será acompañado en reuniones de café, en pláticas de pasillo o en medios de comunicación.
Pretenderán que nuestra reputación se venga abajo y que, tras la “vergüenza de andar en boca de todos”, reflexionemos y enmendemos nuestros dichos; que, en un acto de sometimiento, le hagamos reverencia pública a ese hombre de poder. Como en una corte medieval, nos quieren de rodillas.
Por supuesto, a las mujeres que profanen a esos hombres se les negarán las posiciones políticas, los cargos gerenciales o el liderazgo social. La que desee tal ascenso deberá librar una batalla encarnizada; con su sangre salpicará a sus agresores, quienes se ofenderán aún más de que la loca prevalezca y no sea intimidada.
Sí, querrán exorcizarnos. Los mensajeros tocarán nuestra puerta hasta el cansancio. Nuestro honor será puesto en duda una y otra vez. La embestida no dará tregua, con la sola intención de que vociferemos, porque esta será su única “prueba” de nuestro loco actuar.
Si profanamos su templo sagrado de poder, de igual forma seremos señaladas. Y, sin embargo, actuaremos con una libertad absoluta, que un día nos resucitará y nos llevará a donde solo llegan los hombres.
Profana. Yo no soy sagrada, y tú, que mancillaste mi honor, menos. Tú, que piensas que debo postrarme de rodillas ante ti, besarte la mano y pedir tu bendición, olvídalo. Prefiero ser profana y someterme al castigo de tu indiferencia. Que arda el que deba arder y que se convierta en cenizas. Mónica JFranco .