Partió a la Casa del Padre, la noche entre el 14 y el 15 de julio de 1274 en Lyon, Francia.
«El gozo espiritual es la mejor señal de que la gracia habita en un alma», escribió alguna vez San Buenaventura, místico y teólogo franciscano, Doctor de la Iglesia, conocido como el “Doctor Seráfico”, gracias la grandeza de sus escritos, particularmente encendidos de amor y fe, y por ello, de inmenso provecho para la vida espiritual e intelectual.
San Buenaventura nació en Bagnoregio, Italia, en 1221. Después de recibir el hábito de la orden franciscana, estudió en la Universidad de París, Francia, donde llegaría a enseñar teología y Sagrada Escritura, exhibiendo un profundo conocimiento de las relaciones entre la filosofía, la teología y la fe.
Buenaventura dedicaba mucho tiempo a la oración y al estudio. Llevaba siempre una discreta y serena sonrisa en el rostro, reflejo de su alma siempre en búsqueda de Dios. La finura de espíritu que poseía lo llevó a reverenciar más y más la grandeza de Dios, pero también le generó cierto problema espiritual.
Fray Buenaventura empezó a considerarse indigno, lleno de faltas, y, por eso, algunas veces, se abstuvo de comulgar, aun cuando lo deseaba con todo su corazón. Llegó a ver en sí mismo solo sus pecados y defectos.
Dios, por su parte, le mostró que su misericordia está más allá de los cálculos humanos: la tradición señala que uno de esos días en los que Fray Buenaventura había decidido no acercarse a recibir la
comunión, un ángel llevó un pedacito de una de las hostias consagradas desde el altar hasta su boca.
Después de eso, San Buenaventura no volvería a ser el mismo, y volvería a comulgar normalmente, sabiéndose pecador pero, antes que cualquier cosa, amado, profundamente amado por Dios. Dios le estaba mostrando con ello, al mismo tiempo, el camino para el orden sacerdotal.
Una de las más importantes obras que escribió fue el “Comentario sobre las sentencias de Pedro Lombardo”, una brillante suma -o compendio- de teología escolástica. Sobre él dijo alguna vez el Papa Sixto IV: «la manera como (San Buenaventura) se expresa sobre la teología, indica que el Espíritu Santo hablaba por su boca”.
Estando el Santo instalado como Maestro de la Universidad de París, vivió tanto los años de florecimiento teológico y filosófico -coincidió con Santo Tomás de Aquino como profesor- como aquellos años llenos de conflictos o tensiones entre los miembros de la comunidad académica. Sufrió la hostilidad generada contra los franciscanos, así como los excesos de las pugnas intelectuales en torno a la naturaleza de la teología y su relación con la filosofía o la razón. La situación llegó a tal punto que los franciscanos fueron retirados de la enseñanza. Afortunadamente el Papa Alejandro IV intervino y después de una cuidadosa investigación se les devolvió todas las cátedras a los hijos de San Francisco, empezando por la del propio Buenaventura. En 1257, él y Santo Tomás de Aquino recibieron el título de doctores.
Ese mismo año, Buenaventura fue elegido superior general de los frailes menores. Al asumir el cargo recibió una orden desgarrada entre los que pedían una severidad inflexible y los que deseaban mitigar la regla original. En ese contexto, el Santo volvió a las fuentes y empezó a escribir la vida de San Francisco de Asís. Precisamente en esa etapa San Buenaventura recibe la visita de Santo Tomás de Aquino quien había tomado conocimiento sobre aquello que estaba escribiendo el franciscano. Al llegar lo encontró en su celda, en plena contemplación, y decidió retirarse Santo Tomás se retiró diciendo: “Dejemos a un Santo trabajar por otro Santo”.
San Buenaventura sería nombrado posteriormente Obispo de Albano y llamado inmediatamente a Roma. El Papa Gregorio X lo creó cardenal y le encomendó la preparación de los temas del Concilio ecuménico de Lyon -sobre la unidad con los ortodoxos griegos- en el que participó activamente.
Renunció al cargo de superior general de la Orden y poco tiempo después partió a la Casa del Padre, la noche entre el 14 y el 15 de julio de 1274 en Lyon, Francia.