San Anselmo fue declarado Doctor de la Iglesia en 1720, aunque no había sido canonizado. Dante le pone en el paraíso entre los espíritus de luz y poder de la esfera solar.
Fue predicador y reformador de la vida monástica. Es cierto que los normandos oprimieron a Inglaterra; pero con ellos llegaron al país algunos de sus hombres de Iglesia y de Estado más eminentes. Entre ellos, están dos arzobispos de Canterbury: Lanfranco y su sucesor inmediato, San Anselmo. Este nació de noble familia en Aosta del Piamonte hacia el año 1033. De jovencito fue encomendado a un profesor muy riguroso, regañón y humillante y el niño empezó a perder la alegría y a volverse demasiado tímido y retraído. Entonces lo llevaron a los Padres Benedictinos y estos por medio de la bondad y de la alegría lo transformaron en un estudiante alegre y entusiasta. Todos los ratos libres los dedicaba a estudiar y a escribir. Más tarde Anselmo diría: “Mis progresos espirituales, después de Dios y de mi madre, los debo a haber tenido unos excelentes profesores en mi niñez, los Padres Benedictinos“.
A los 15 años intentó ingresar en un monasterio, pero el abad, sabiendo que el padre de Anselmo, Gandulfo, se oponía a ello, no quiso admitirle. Mientras el papá lo animaba a ser un triunfador en el mundo, la madre le mostraba el cielo azul y le decía: allá arriba empieza el verdadero reino de Dios. El papá lo llevaba a fiestas y a torneos. Pero, aunque Anselmo participaba con mucho entusiasmo, después de cada fiesta mundana sentía su alma llena de tristeza y desilusión. Y exclamó: “El navío de mi corazón pierde el timón en cada fiesta y se deja llevar por las olas de la perdición”. Entonces, Anselmo se fue inclinando más a ganarse el cielo que las glorias humanas.
Anselmo olvidó durante algún tiempo su vocación, descuidó la práctica religiosa y vivió una vida mundana de la que no dejó de arrepentirse más tarde hasta el último día de su vida. Anselmo no se entendía con su padre. Tan severo era éste, que Anselmo no tuvo más remedio que abandonar la casa paterna, después de la muerte de su madre, para proseguir sus estudios en Borgoña. Tres años más tarde, pasó a Bec, en Normandía, atraído por la fama del gran abad Lanfranco. A los veintisiete años, en 1060, Anselmo ingresó en el monasterio de Bec, donde se convirtió en discípulo y gran amigo de Lanfranco. Este fue nombrado abad de San Esteban de Caen, tres años más tarde y Anselmo pasó a ser el prior de Bec. Algunos monjes murmuraron contra la elección de Anselmo, quien era todavía muy joven; pero su paciencia y bondad acabaron por ganarle los ánimos de sus más acerbos críticos. Entre éstos se contaba un joven muy rebelde, llamado Osberno, a quien San Anselmo convirtió poco a poco a la observancia y asistió tiernamente en su última enfermedad.
San Anselmo era gran devoto de la Virgen María y decía que no hay criatura tan sublime y tan perfecta como ella y que en santidad sólo la supera Dios.
San Anselmo fue sin duda el mayor teólogo de su tiempo y el “padre de la escolástica”. Como tal, es precursor de Santo Tomás de Aquino. La Iglesia no había tenido un metafísico de su talla desde la época de San Agustín. Al mismo tiempo su piedad permitía que Dios lo orientara hacia la Verdad Suprema. Con corazón e inteligencia se acercó a los misterios cristianos: “Haz, te lo ruego, Señor que yo sienta con el corazón lo que toco con la inteligencia”
“Es necesario, decía él, impregnar cada vez más nuestra fe de inteligencia, en espera de la visión beatífica”. Sus obras filosóficas, como sus meditaciones sobre la Redención, provenían del vivo impulso del corazón y de la inteligencia.
Siendo todavía prior de Bec, compuso sus dos obras más conocidas que ayudaron a integrar la filosofía y la teología: El Monologium, (modo de meditar sobre las razones de la fe”, en el que daba las pruebas metafísicas de la existencia y la naturaleza de Dios, y el Proslogium (la fe que busca la inteligencia) o contemplación de los atributos de Dios. Igualmente compuso los tratados de la verdad, la libertad, el origen del mal y el arte de razonar, llegando así a ser uno de los autores más leídos en la Iglesia Católica. Durante siglos los maestros de teología han leído y citado las enseñanzas de este gran sabio.
Eadmero, un monje inglés, discípulo y biógrafo de Anselmo, cuenta que tenía éste un método muy personal de instruir, empleando comparaciones muy conocidas, de suerte que aun la gente más sencilla podía entenderle. A un abad que se quejaba del pobre fruto de sus esfuerzos pedagógicos, dijo San Anselmo: “Si plantas un árbol en tu huerto y lo cercas por todos lados, de suerte que no pueda extender sus ramas, tendrás al cabo de un tiempo un árbol inútil de ramas torcidas… Pues así es como tratas a tus hijos, con amenazas y golpes y privándoles del privilegio de la libertad”. Al mismo tiempo, nadie como San Anselmo insistía en la importancia de buscar la verdad y ser fiel a ella.
San Anselmo fue un hombre de singular encanto. Su simpatía y sinceridad le ganaron el afecto de hombres de todas clases y nacionalidades. La caridad del santo se extendía aun a los más humildes de sus fieles. Él fue uno de los primeros que se opusieron a la esclavitud. En el concilio nacional de Westminister, que reunió en 1102 para resolver algunos asuntos eclesiásticos, el arzobispo obtuvo la aprobación de un decreto que prohibía vender a los esclavos como animales.
Una anécdota de su vida pone en relieve la humanidad de San Anselmo. Eadmero cuenta que el santo encontró un día a un niño que había atado un hilo a la pata de un pájaro y se divertía dejándole escapar y volviéndole a coger. Anselmo, lleno de indignación, cortó el hilo, y dijo: “ecce filum rumpitur, avis avolat, puer plorat, pater exultat – “el pájaro escapa, el niño llora y el padre se alegra”.
En 1078, después de quince años de priorato, Anselmo fue elegido abad de Bec. Eso le obligaba a viajar con frecuencia a Inglaterra, donde la abadía contaba con algunas propiedades.
Anselmo fue a Inglaterra en 1092, tres años después de la muerte de Lanfranco. El rey Guillermo el Rojo mantenía vacante la sede de Canterbury para disfrutar de sus rentas. Como San Anselmo le exhortase a nombrar un arzobispo, Guillermo juró “por la Santa Faz de Lucca” (tal juramento popular se refiere al “Volto Santo”) que ni Anselmo ni otro alguno sería arzobispo de Canterbury mientras él viviese. Pero una enfermedad que le puso a las puertas de la muerte le hizo cambiar de opinión. Lleno de temor, el rey prometió que en adelante gobernaría de acuerdo con las leyes y nombró arzobispo a San Anselmo. El buen abad alegó en vano su avanzada edad, su falta de salud y su ineptitud para el gobierno. Los obispos y todos los presentes le obligaron a tomar el báculo pastoral y le condujeron a la iglesia, donde cantaron un “Te Deum”.
Pero el corazón del rey no había cambiado en realidad. Apenas acababa de instalarse el nuevo arzobispo, cuando Guillermo, quien quería arrebatar a su hermano el ducado de Normandía, empezó a exigirle dinero. Anselmo le ofreció quinientos marcos, suma importante en aquellos tiempos; pero el rey le pidió mil como precio de la elección. El santo se negó rotundamente a pagarlos y exhortó al rey a proveer las abadías vacantes y a sancionar la convocación de los sínodos necesarios para reprimir los abusos de los clérigos y los laicos. El rey replicó ásperamente que defendería las abadías como si se tratase de su propia corona y, desde entonces, no tuvo otro pensamiento que el de arrojar a Anselmo de su sede. Consiguió, en efecto, que cierto número de obispos le negasen la obediencia; pero los barones no aceptaron condenar a San Anselmo. El mismo legado pontificio llevó a Anselmo el palio que le hacía inamovible.
Viendo que el rey oprimía a la Iglesia siempre que podía cuando el clero no se plegaba a su voluntad, San Anselmo le pidió permiso de ir a Roma a consultar a la Santa Sede. El rey se lo rehusó dos veces; a la tercera, le respondió que podía salir del país, pero que confiscaría todas sus rentas y no le permitiría volver a entrar. A pesar de ello, San Anselmo partió de Canterbury en octubre de 1097, acompañado por Eadmero y otro monje llamado Balduino. En el camino se hospedó primero con San Hugo, abad de Cluny y después con otro Hugo, arzobispo de Lyon. En Roma expuso el asunto al Papa, quien no sólo le prometió su protección, sino que escribió al rey exigiéndole que restituyese a San Anselmo sus derechos y posesiones. San Anselmo se retiró a un monasterio de Campania por razones de salud y ahí terminó su famosa obra Cur Deus homo, que es el más famoso tratado que existe sobre la Encarnación. Convencido de que podría hacer más bien en la vida oculta que en su sede en Canterbury, Anselmo rogó al Papa que le descargase de su oficio, pero el Pontífice, se negó. Sin embargo, dado que no podía volver por el momento a Inglaterra, el Papa le dio permiso de quedarse en Campania. Anselmo asistió al Concilio de Bari, en 1098, y se distinguió por su manera de abordar las dificultades de los obispos grecoitálicos sobre la cuestión del “Filioque”. El Concilio acusó al rey de Inglaterra de simonía, de opresión a la Iglesia, de persecución al arzobispo y de vida viciosa; sin embargo, no llegó a condenarle solemnemente gracias a la intervención del mismo San Anselmo, quien persuadió al Papa Urbano de que se contentase con la amenaza de excomunión.
La muerte de Guillermo el Rojo puso fin al destierro de San Anselmo, quien entró en Inglaterra entre las aclamaciones del pueblo. Pero la paz no fue duradera. Las dificultades surgieron en cuanto Enrique I se arrogó el derecho de reconfirmar la elección de San Anselmo. Eso se oponía a los decretos del sínodo romano de 1099, que había suprimido los derechos de investidura de los laicos sobre las abadías y catedrales. San Anselmo se negó, pues, a obedecer al rey. Pero en ese momento Inglaterra estaba bajo la amenaza de una invasión de Roberto de Normandía, a quien muchos barones ingleses no veían con malos ojos. Deseando ganarse el apoyo de la Iglesia, Enrique prometió total obediencia a la Santa Sede en el futuro, y San Anselmo hizo cuanto pudo por evitar la rebelión. Aunque, como lo hace notar Eadmero, Enrique debía en gran parte al santo el hecho de no haber perdido la corona, reclamó de nuevo su derecho de investidura en cuanto pasó el peligro. Por su parte, el arzobispo se negó a consagrar a los obispos nombrados por el rey, a no ser que hubiesen sido canónicamente elegidos. La oposición entre el rey y el arzobispo fue agravándose de día en día. Finalmente Anselmo decidió ir personalmente a Roma a exponer el asunto al Papa y Enrique envió por su parte a un delegado personal. Después de madura consideración, Pascual II confirmó la decisión de su predecesor. Al saberlo, Enrique prohibió a San Anselmo que volviese a Inglaterra y confiscó sus bienes. Más tarde, el rumor de que San Anselmo iba a excomulgar al rey parece haber alarmado al monarca, quien fue a Normandía a reconciliarse con el arzobispo. En un consejo real que tuvo lugar en Inglaterra, Enrique I renunció al derecho de investidura sobre las abadías y los obispados y Anselmo, con el consentimiento del Papa, aceptó que los obispos prestasen homenaje al monarca por sus posesiones temporales. El rey observó realmente el pacto y llegó a tener tal confianza en el arzobispo, que le nombró regente durante el viaje que hizo a Normandía en 1108. Pero la salud de San Anselmo, que era ya muy anciano, se había debilitado mucho. El santo murió al año siguiente, 1109, entre los monjes de Canterburry. Sus últimas palabras antes de morir fueron:
“Allí donde están los verdaderos goces celestiales, allí deben estar siempre los deseos de nuestro corazón”
San Anselmo fue declarado Doctor de la Iglesia en 1720, aunque no había sido canonizado. Dante le pone en el paraíso entre los espíritus de luz y poder de la esfera solar, junto a San Juan Crisóstomo.
Se cree que el cuerpo del gran arzobispo descansa en la catedral de Canterbury, en la capilla de su nombre, del lado sudoeste del altar mayor.